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En menos de diez minutos, me encuentro frenando la moto bruscamente ante el portal junto a Bill detrás de mí con su coche, atisbando la encogida silueta de Shira meciéndose con inquietud mientras aguarda impacientemente en uno de los pocos escalones que llevan hacia los adentros del edificio, resguardándose de la lluvia.

Al advertir de nuestra presencia, se aligera en erguirse y aproximársenos; su mirada mantiene la cristalización y la rojez de las lágrimas que se hallan a una sola palabra de acecharla nuevamente.

—T—Tom...

No me inmuto e izo la mirada hacia sus ventanas, antes de danzar los ojos hacia Bill, quien baja del Porsche.

—Inspecciona los alrededores —Le pido, desintegrándome inminentemente y alcanzando su apartamento en cuestión de segundos, dejándolos a ambos.

Una vez me encuentro dentro del piso, la respiración se me entrecorta cuando toda una mezcla de aromas y esencias envuelven mi olfato. Sin titubeo, prendo las tenues luces e ilumino ligeramente la estancia, exponiéndome de frente la panorámica que no demora en presentarse ante mí. Mis pestañas revolotean inquietamente cuando decido examinar de manera efímera lo que tengo delante, mas me limito únicamente a inspirar hondo y suspirar, no permitiendo que la ira me colapse.

En silencio, me encamino pausadamente hacia el umbral que distingue la cocina del salón y observo el alambre de púas enrollado en uno de los paneles que lo componen, de donde cuelga y queda expuesto el desangrado y torturado cuerpo de Sora. Aprieto los labios, percibiendo el desencaje de mi mandíbula; los muy desgraciados parecen haberse entretenido maltratándola hasta la muerte, para después exhibírsela como muestra de bienvenida.

Y ella, de seguro, lo había visto.

De hecho, habrá sido lo primero en lo que se habrá fijado al entrar en casa.

Lo sé porque su aroma aterrorizado aún puede palparse en el ambiente.


Con delicadeza, desenrollo cuidadosamente el alambre del panel y acojo su peludito cuerpo entre mis brazos, antes de extraerle con suavidad las púas de la garganta en un intento de no arrancarle el pelaje ni la piel. Una vez me deshago del filamento, me dispongo a retornar todas sus pequeñas vísceras a su desgarrado abdomen y dirigir mis andares hacia el rascador que tiene en el salón, para recoger su manta y retornar a la cocina, de donde tomo un paño mojado y la limpio con el mayor decoro posible.

Cuando finalizo, cubro su estático cuerpo con la acolchada manta y acaricio su nariz.

—Se la encontró el primer día que se mudó aquí —entristece la ojiverde a mis espaldas, acercándosenos pausadamente y observando desoladamente su pequeño cuerpo, sin atreverse a mantenerle la mirada—. Siempre me ha dicho que sentía que estaban destinadas a encontrarse y a cuidarse mutuamente; no había forma de que se la quitases de sus pensares —ríe temblorosamente—. Sobre todo, cuando estaba triste. Decía que... que ella era una de sus razones por las cual siempre trabaja tanto; quería darle lo mejor para que le durase muchísimo tiempo. Nunca se ha imaginado un futuro sin ella. Sora estaba por encima del resto del mundo. Era la luz de sus ojos y ahora... Y ahora ya no está... Se la han arrebatado... así... de esta manera tan cruel... Y... Y ella debe estar... Joder... Sigrid, de seguro está... —llora, sin poder contener por un segundo más las lágrimas.

Endurezco mi gesto y ojeo a Sora en silencio; sus dorados y destellantes ojos, estaban cerrados. Su cuerpo frío e inmóvil, acurrucado en su manta que —probablemente— es desde que Sigrid la acogió.

Por un efímero segundo, su suave maullido y ronroneo parecen endulzar mis oídos nuevamente en un lejano susurro.

Por un efímero momento, mi cabeza parece ansiar martirizarme con la cantidad de veces que se me ha dormido en el regazo mientras la esperábamos unísonamente en el sofá.

DAEMONIUM [Tom Kaulitz]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora