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Me dejo caer bruscamente sobre el sillón, después de soltar la mochila sobre el enorme escritorio y prenderme un cigarro. Estoy sorprendentemente exhausto, aunque haya dormido jodidamente bien; no obstante, parece que la vuelta a casa ha logrado agotar —curiosamente— parte de mis energías. Y me extraña; últimamente noto la fatiga protagonizarse con mayor ímpetu en actividades que anteriormente no me hubiesen cansado, a no ser que me hallase hambriento.

Mas no me percibo hambriento y eso me desconcierta aún más.

Suspiro y ojeo efímeramente las notas que me han dejado Bill y Garren encima de la mesa acerca de los beneficios adquiridos del club y otros informes; al parecer, la droga que nos brindó Björn ha tenido un satisfactorio éxito entre los peces gordos, cuyos nos han ofrecido una gran suma para que continuemos generándola para ellos.

Chasqueo la lengua y sonrío con cierto cinismo; era de esperar que les contentase una sustancia que pasa inadvertida y se amolda de forma impecable a su mundo tan farisaico. Ni la mejor cocaína conseguiría alcanzar la meticulosidad de su creación; a fin de cuentas, la escoria atrae a la escoria.

Sin interés, repaso las cuentas y las ganancias, asegurándome de que el dinero obtenido cuadre con la inversión apostada. Abrir un club como el Pixie's, cerca de la fina línea que separa la zona alta de los suburbios, fue como aclamar el inicio de una guerra civil entre clases; muchos de los inversionistas no estuvieron de acuerdo y consideraron que sería un riesgo aventurar su fortuna hacia un interrogante. Si bien, aquellos a los que la propia codicia superaba todo tipo de razón (y estaban ahogados en su asfixiante patrimonio sin movimiento) no dudaron en actuar con temeridad y echar sus cartas sobre la mesa sin contemplación. El incuestionable éxito del club, a sólo un mes de su inauguración, fue suficiente convencimiento para desencadenar el ávido apetito capitalista hacia quienes nos habíamos convertido en su mejor postor. Cuanto más nos entregaban, más garantizaban la plenitud de sus bolsillos y el buen ver de sus posiciones, sin percatarse —en ningún momento— del encadenamiento silencioso de sus pútridas almas, las cuales cebábamos sin ton ni son hasta que nos asegurasen un camino sin retorno a la hora de alimentarnos, cuando los cuerpos se convertían más en un lastre que en una herramienta.

Los temores más recónditos se exponen con mayor facilidad cuando una perspectiva endiosada ciega más que la propia realidad del mundo; los vastos vacíos alimentados con bienes materiales, y el agónico anhelo por ocultar la debilidad que proporciona la ignorancia del saber propio, descompone la validación de la misma existencia del ser, desamparándolo en la insignificancia de la que tanto rehúye.

Y ese terror tan exasperante es el que los convierte en un manjar digno de nuestro exigente paladar.


Una vez finalizo con el papeleo, me prendo otro cigarro y le doy una profunda calada, entretanto echo un efímero vistazo a las últimas nuevas acerca de la búsqueda de Morgana y los Templarios. Nuevamente, no se ha encontrado nada que nos conduzca a ninguna mísera pista, aunque el número de cadáveres ha dejado de aumentar.

Gruño; empieza a atosigarme tener este lastre sin resolver. Y más ahora que mi dulce cervatillo se encuentra en su jodido punto de mira; tenerla localizada es lo mínimo que podía permitirme para no generarle cualquier curiosidad que pudiese derivarla a un intrigante interrogatorio. Conocer lo justo y necesario acerca de todo lo que se está cociendo realmente en los suburbios era lo más factible para retener —mínimamente— su voraz capacidad de indagación.

No obstante, Sigrid no es una criatura dispuesta a arriesgar su serenidad fácilmente, aunque posee un extraordinario don para conjeturar y acertar sobre lo que ocurre en su alrededor; su dominante energía parece danzarla sin cuestión hacia lugares donde el caos predomina, augurando que su luz sosiegue y retome el orden faltante. Además, su extensa imaginación le propicia la habilidad de precipitarse a cualquier situación y engendrar un sinfín de conclusiones y soluciones, a cada cual de ellas más extravagante dentro de la sencillez con la que las expone. De ahí que los nervios de Garren (en cuanto me advirtió de su conocimiento sobre el rastreador que añadí minuciosamente en el móvil con el que la obsequié) únicamente me causase gracia; no esperaba menos de una fabulosa escritora como ella, con una mente tan inquieta como retorcida.

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