Capítulo 30

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Sebastián

La iglesia ya estaba vacía, y el eco de los murmullos de los asistentes se había desvanecido, dejando solo silencio y desolación. Las palabras de Marisol seguían resonando en mi mente, como un constante recordatorio de lo que había hecho, pero más allá de la culpa, mi corazón seguía lleno de una verdad innegable: amaba a Valentina. Y ese amor, aunque aún incierto y lleno de dudas, era lo único que sentía que podía darme paz.

Después de la tormenta, me encontraba en el jardín de la mansión, con la cabeza llena de preguntas y el alma rota por el caos de los últimos eventos. No sabía cómo seguir adelante, no sabía qué paso debía dar, pero algo en mí, algo profundo y visceral, sabía que no podía rendirme, que no podía permitir que el destino decidiera por mí sin luchar.

Entonces, aparecieron ellos.

Don Adolfo y Sofía, mis padres, se acercaron lentamente. Sus rostros mostraban una mezcla de preocupación y satisfacción, como si hubieran estado esperando este momento mucho más tiempo de lo que yo había imaginado. Ellos siempre habían sido figuras de autoridad en mi vida, pero hoy, algo en sus miradas era diferente.

—Hijo —dijo mi padre, su voz grave pero serena—. Necesitamos hablar.

Me senté con ellos en un banco cerca del jardín, observando el atardecer que se filtraba entre las ramas de los árboles. El aire estaba frío, pero no me importaba. El dolor seguía siendo más fuerte que cualquier otra cosa. Sofía, mi madre, tomó mi mano con suavidad, como si intentara darme consuelo, pero había algo en sus ojos que me desconcertó.

—Sé que esto ha sido una tormenta para ti, Sebastián —dijo ella con ternura—. Y te hemos visto sufrir mucho. Queremos que sepas que lo que sucedió hoy no fue algo improvisado.

Mi corazón latió con fuerza ante sus palabras, y una sensación de incomodidad me envolvió. ¿Qué querían decir con eso? ¿Qué no me habían contado?

Don Adolfo, con una mirada seria, asintió y continuó: —Lo que ocurrió en la boda, la obligación de casarte con Marisol, todo esto fue planeado. La razón por la que te empujamos hacia este matrimonio no era porque queríamos que fueras infeliz, ni mucho menos, hijo. Fue para que pudieras encontrar lo que realmente te haría feliz.

Mis ojos se abrieron de par en par, incapaz de comprender lo que estaban diciendo. El peso de esas palabras caía sobre mí como una revelación que no quería aceptar. ¿Habían planeado todo esto? ¿Desde el principio?

—No entiendo —musité, mi voz temblorosa. —¿Por qué? ¿Por qué hicieron esto?

Sofía suspiró profundamente, como si finalmente estuviera dispuesta a decir lo que había estado guardando. —Porque sabíamos que tú, como yo, como tu padre, alguna vez experimentarías ese tipo de amor que no puedes ignorar, que no puedes escapar. Y queríamos que llegaras a ese momento, aunque fuera de la forma más difícil. Sabíamos que tenías que aprender por ti mismo, ver lo que era real y lo que no lo era.

Don Adolfo me miró con una firmeza que nunca antes había visto. —Sebastián, la vida no siempre es fácil, y las decisiones que tomamos no siempre son las correctas. Pero lo que es cierto es que el amor verdadero, el que trasciende todo, es el que te da fuerza para luchar, no el que te obliga a quedarte atrapado en un compromiso vacío.

La sorpresa y la confusión seguían en mi pecho, pero la verdad comenzó a abrirse paso en mi mente. Mis padres, los que siempre habían sido mi guía, me habían empujado hacia este punto. Todo había sido parte de su plan para ayudarme a entender el verdadero significado del amor.

—Entonces, ¿ustedes sabían que amaba a Valentina? —pregunté, sintiendo un nudo en la garganta.

—Lo sabíamos —respondió mi madre con una dulzura que me tocó el alma—. Siempre lo supimos. Pero queríamos que tú también lo supieras. Queríamos que entendieras que a veces, el amor verdadero no llega fácil, y no siempre podemos escoger cuándo ni cómo aparece. Pero lo que sí podemos hacer es luchar por él.

Don Adolfo me miró con intensidad. —Yo luché por el amor de tu madre, Sebastián. Enfrenté todas las dificultades, todas las oposiciones que nos impidieron estar juntos. Y lo hice porque sabía que ella era la persona con la que quería compartir mi vida. Si algo he aprendido a lo largo de los años, es que el amor verdadero es lo único que vale la pena defender, sin importar el precio.

Me quedé en silencio, sintiendo que sus palabras calaban hondo en mi corazón. El amor no era algo que simplemente sucedía, algo que uno aceptaba pasivamente. Era una batalla, un esfuerzo consciente por ser fiel a lo que uno sentía, por luchar por lo que realmente importaba. Y ahora, más que nunca, sentía que debía luchar por Valentina.

—Pero... ¿y Marisol? —pregunté, con un suspiro de agotamiento. —¿Qué hago con todo esto? Ya he roto su corazón.

Mi padre apretó mi hombro con firmeza. —Lo que hagas con Marisol es algo que debes enfrentar. Pero no dejes que el arrepentimiento o el miedo te detengan. Si amas a Valentina, Sebastián, lucha por ella. Hazlo de la manera correcta, sin mentiras, sin promesas rotas. Porque eso es lo que el amor verdadero exige.

Sofía sonrió suavemente, mirando a su esposo y luego a mí. —Recuerda, hijo, el amor nunca es fácil. Pero cuando es verdadero, vale la pena cada sacrificio. Lo que tienes que hacer ahora es ser valiente. Ser honesto contigo mismo y con todos los que te rodean.

Mis ojos se llenaron de lágrimas, pero esta vez no era de tristeza, sino de claridad. Estaba listo para luchar. Para luchar por el amor que sentía por Valentina, aunque no sabía cómo todo esto terminaría. Pero una cosa era segura: no dejaría que el miedo o las dudas me detuvieran.

—Lo haré —dije, con una determinación renovada. —Lucharé por ella.

Don Adolfo asintió, y Sofía me abrazó con una ternura que solo una madre puede dar. En ese momento, sentí que, aunque el camino aún era incierto y lleno de obstáculos, ya no estaba solo. Mis padres me habían dado la fuerza y el coraje que necesitaba para luchar por lo que amaba.

La batalla por el amor de Valentina había comenzado.

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