III
Al entrar en el saloncito de Kitty, una habitación reducida, exquisita, con muñecas vieux saxe, tan juvenil, rosada y alegre como la propia Kitty sólo dos meses antes. Dolly recordó con cuánto cariño y alegría habían arreglado las dos el año anterior aquel saloncito.
Vio a Kitty sentada en la silla baja más próxima a la puerta, con la mirada inmóvil fija en un punto del tapiz, y el corazón se le oprimió.
Kitty miró a su hermana sin que se alterase la fría y casi severa expresión de su rostro.
–Ahora me voy a casa y no saldré de ella en muchos días; tampoco tú podrás venir a verme –dijo Daria Alejandrovna, sentándose a su lado–. Así que quisiera hablarte.
–¿De qué? –preguntó Kitty inmediatamente, algo alarmada y levantando la cabeza.
–¿De qué quieres que sea, sino del disgusto que pasas?
–No paso ningún disgusto.
–Basta Kitty. ¿Crees acaso que no lo sé? Lo sé todo. Y créeme que es poca cosa. Todas hemos pasado por eso.
Kitty callaba, conservando la severa expresión de su rostro
–¡No se merece lo que sufres por él! –continuó Daria Alejandrovna, yendo derecha al asunto.
–¡Me ha despreciado! –dijo Kitty con voz apagada–. No me hables de eso, te ruego que no me hables...
–¿Quién te lo ha dicho? No habrá nadie que lo diga. Estoy segura de que te quería y hasta de que te quiere ahora, pero...
–¡Lo que más me fastidia son estas compasiones! –exclamó Kitty de repente. Se agitó en la silla, se ruborizó y movió irritada los dedos, oprimiendo la hebilla del cinturón que tenía entre las manos.
Dolly conocía aquella costumbre de su hermana de coger la hebilla, ora con una, ora con otra mano, cuando estaba irritada. Sabía que en aquellos momentos Kitty era muy capaz de perder la cabeza y decir cosas superfluas y hasta desagradables, y habría querido calmarla, pero ya era tarde.
–¿Qué es, dime, qué es, lo que quieres hacerme comprender? –dijo Kitty rápidamente–. ¿Qué estuve enamorada de un hombre a quien yo le tenía sin cuidado y que ahora me muero de amor por él? ¡Y eso me lo dice mi hermana pensando probarme de este modo su simpatía y su piedad! ¡Para nada necesito esa piedad ni esa simpatía!
–No eres justa, Kitty.
–¿Por qué me atormentas?
–Al contrario: veo que estás afligida, y...
Pero Kitty, en su irritación, ya no la escuchaba.
–No tengo por qué afligirme ni consolarme. Soy lo bastante orgullosa para no permitirme jamás amar a un hombre que no me quiere.
–Pero si no te digo nada de eso –repuso Dolly con suavidad. Dime sólo una cosa –añadió tomándole la mano–: ¿te habló Levin?
El nombre de Levin pareció hacer perder a Kitty la poca serenidad que le quedaba. Saltó de la silla y, arrojando al suelo el cinturón que tenía en las manos, habló, haciendo rápidos gestos:
–¿Qué tiene que ver Levin con todo esto? No comprendo qué necesidad tienes de martirizarme. He dicho, y lo repito, que soy demasiado orgullosa y que nunca nunca haré lo que tú haces de volver con el hombre que te ha traicionado, que ama a otra mujer. ¡Eso yo no lo comprendo! ¡Tú puedes hacerlo, pero yo no!
Y, al decir estas palabras, Kitty miró a su hermana y, viendo que bajaba la cabeza tristemente, en vez de salir de la habitación, como se proponía, se sentó junto a la puerta y, tapándose el rostro con el pañuelo, inclinó la cabeza.
El silencio se prolongó algunos instantes. Dolly pensaba en sí misma. Su humillación constante se reflejó en su corazón con más fuerza ante las palabras de su hermana. No esperaba de Kitty tanta crueldad y ahora se sentía ofendida.
Pero, de pronto, percibió el roce de un vestido, el rumor de un sollozo reprimido... Unos brazos enlazaron su cuello.
–¡Soy tan desventurada, Dolliñka! –exclamó Kitty, como confesando su culpa.
Y aquel querido rostro, cubierto de lágrimas, se ocultó entre los pliegues del vestido de Daria Alejandrovna.
Como si aquellas lágrimas hubiesen sido el aceite sin el cual no pudiese marchar la máquina de la recíproca comprensión entre las dos hermanas, éstas, después de haber llorado, hablaron no sólo de lo que las preocupaba, sino también de otras cosas, y se comprendieron. Kitty veía que las palabras dichas a su hermana en aquel momento de acaloramiento, sobre las infidelidades de su marido y la humillación que implicaban, la habían herido en lo más profundo, no obstante lo cual la perdonaba.
Y a su vez Dolly comprendió cuanto quería saber: comprendió que sus presunciones estaban justificadas, que la amargura, la incurable amargura de Kitty, consistía en que había rehusado la proposición de Levin para luego ser engañada por Vronsky; y comprendió también que Kitty ahora estaba a punto de odiar a Vronsky y amar a Levin.
Sin embargo, Kitty no había dicho nada de todo ello, sino que se había limitado a referirse a su estado de ánimo.
–No tengo pena alguna ––dijo la joven cuando se calmó–. Pero ¿comprendes que todo se ha vuelto
monótono y desagradable para mí, que siento repugnancia de todo y que la siento hasta de mí misma? No puedes figurarte las ideas tan horribles que me inspira todo.
–¿Qué ideas horribles pueden ser esas? –preguntó Dolly con una sonrisa.
–Las peores y más repugnantes. No sé cómo explicártelo. Ya no es aburrimiento ni nostalgia, sino algo peor. Parece que cuanto había en mí de bueno se ha eclipsado y que sólo queda lo malo. ¿Cómo hacértelo comprender? –continuó al ver dibujarse la perplejidad en los ojos de su hermana–. Si papá habla, me parece que quiere darme a entender que lo que debo hacer es casarme. Si mamá me lleva a un baile, se me figura que lo hace pensando en casarme cuanto antes para deshacerse de mí. Y aunque se que no es así, no puedo apartar de mi mente tales pensamientos... No puedo ni ver a eso que se llama «un pretendiente». Me parece que me examinan para medirme. Antes me era agradable ir a cualquier sitio en traje de noche, me admiraba a mí misma... Pero ahora me siento cohibida y avergonzada. ¿Qué quieres? Con todo me sucede igual... El médico, ¿sabes...?
Y Kitty calló, turbada. Quería seguir hablando y decir que desde que había empezado a experimentar aquel cambio, Esteban Arkadievich le era particularmente desagradable y no podía verle sin que le asaltasen los más bajos pensamientos.
–Todo se me presenta bajo su aspecto más vil y más grosero –continuó– y ésa es mi enfermedad. Quizá se me pase luego...
–¡No pienses esas cosas!
–No puedo evitarlo. Sólo me siento a gusto entre los niños. Por eso sólo me encuentro bien en tu casa.
–Lamento que no puedas ir a ella por ahora.
–Si iré. Ya he padecido la escarlatina. Pediré permiso a mamá.
Kitty insistió hasta que logró que su madre la dejara ir a vivir a casa de su hermana. Mientras duró la escarlatina, que efectivamente padecieron los niños, estuvo cuidándoles. Las dos hermanas lograron salvar a los seis niños, pero la salud de Kitty no mejoraba y, por la Cuaresma, los Scherbazky marcharon al extranjero.