Se oyeron pasos, una voz de hombre, luego otra femenina y risas, y a continuación entraron los invitados que se esperaban: Safo Stolz y un joven llamado Vaska, radiante, rebosando salud, y en quien se advertía que le aprovechaba la nutrición de carne cruda, trufas y vino de Borgoña.
Vaska saludó a las señoras y las miró, pero sólo por un momento. Entró en el salón siguiendo a Safo y ya en él la siguió constantemente, sin apartar de ella sus brillantes ojos, como si quisiera comérsela.
Safo Stolz era una rubia de ojos negros. Entró andando a pasos rápidos y menudos sobre sus pies calzados con zapatitos de altos tacones y estrechó fuertemente, como un hombre, las manos de las señoras.
Ana no había visto nunca hasta entonces a esta nueva celebridad y le sorprendían tanto su belleza como la exageración de su vestido y el atrevimiento de sus modales. Con sus cabellos propios y los postizos, de un color suavemente dorado, se había levantado un monumento tal de peinados sobre su cabeza que ésta había adquirido un volumen casi mayor que el del busto, bien modelado y firme y bastante escotado por delante.
Sus movimientos, al caminar, eran tan impetuosos que a cada uno de ellos se dibujaban bajo su
vestido las formas de sus rodillas y de la parte superior de sus piernas. Involuntariamente, el que la veía se preguntaba dónde, en aquella mole artificial, empezaba y terminaba su lindo cuerpo, menudo y bien formado, de movimientos vivos, tan descubierto por delante y tan disimulado y envuelto por debajo y por detrás.
Betsy se apresuró a presentarlas.
–¿No sabe? Casi hemos aplastado a dos soldados –empezó Safo a contar en seguida, haciendo guiños con los ojos, sonriendo y echando hacia atrás la cola de su vestido, que había quedado algo torcida–. He venido con Vaska... ¡Ah, sí!, es verdad que no se conocen. Se me olvidaba.
Y, después de nombrar a la familia del joven, le presentó Ruborizándose de su indiscreción al llamarle Vaska ante una señora desconocida, rió sonoramente.
Vaska saludó a Ana una vez más, pero ella, sin decirle nada, se dirigió a Safo:
–Ha perdido usted la apuesta. Hemos llegado antes. Págueme –dijo, sonriendo.
Safo rió con más júbilo aún.
–Supongo que no pretenderá que lo haga ahora –dijo.
–Es igual... Lo recibiré luego...
–Bueno, bueno... ¡Ah! –dijo Safo, dirigiéndose a Betsy–. Se me olvidaba decirle que le he traído un invitado: mírelo.
El inesperado y joven invitado al que Safo había traído y olvidara presentar, era, sin embargo, un huésped tan importante que, a pesar de su juventud, ambas señoras se levantaron para saludarle.
Era el nuevo admirador de Safo y, como Vaska, la cortejaba también.
Llegaron luego el príncipe Kaluchsky y Lisa Merkalova con Stremov. Lisa era una morena delgada, de tipo y rostro orientales, indolente, de hermosos ojos enigmáticos, según todos decían. Su oscuro vestido armonizaba con su belleza, como Ana notó con agrado en seguida. Todo lo que Safo tenía de brusca y viva, lo tenía Lisa de suave y negligente. Pero para el gusto de Ana, Lisa resultaba mucho más atractiva.
Betsy aseguraba a Ana que Lisa era como un niño ignorante, pero Ana al verla comprendió que Betsy no decía verdad. Lisa era en efecto una mujer viciosa a ignorante, pero suave y resignada. Su estilo, eso sí, era el de Safo: como a Safo, la seguían, cual cosidos a ella, dos admiradores devorándola con los ojos, uno joven y otro viejo; pero había en Lisa algo superior a lo que la rodeaba; algo que era como el resplandor brillante de aguas puras entre un montón de vidrios vulgares.