Karenin olvidaba a la condesa Lidia Ivanovna, pero ella no se olvidaba de él, y en aquel momento de terrible desesperación y soledad, acudió a casa de Alexey Alejandrovich y entró en su despacho sin hacerse anunciar.
Le encontró sentado, con la cabeza entre las manos.
–J'ai forcé la consigne –dijo ella, entrando con pasos rápidos y respirando con dificultad por la emoción y por la rapidez de su marcha.
–Lo sé todo, Alexey Alejandrovich, amigo mío –continuó, apretando con fuerza la mano de él y poniendo en los de Karenin sus ojos hermosos y pensativos.
Alexey Alejandrovich, con el entrecejo arrugado, se levantó, soltó su mano y le ofreció una silla.
–Haga el favor de sentarse, Condesa. No recibo porque me encuentro mal...
Y sus labios temblaron.
–¡Amigo mío! –repitió la Condesa sin apartar su mirada de él.
De pronto sus cejas se levantaron por su extremo interior formando un triángulo sobre su frente; su rostro amarillo y feo se afeó todavía más, pero Alexey Alejandrovich comprendió que ella le compadecía y que estaba a punto de llorar.
Se sintió conmovido; cogió la mano regordeta de la Condesa y se la besó.
–Amigo mío –siguió ella, con voz entrecortada por la emoción –no se entregue al dolor. Su pena es muy grande, pero debe consolarse.
–Estoy deshecho, muerto, ya no soy un hombre –respondió Karenin, soltando la mano de la Condesa, sin dejar de mirar sus ojos llenos de lágrimas–. Mi situación es terrible, porque no encuentro en ninguna parte, ni aun en mí mismo, un punto de apoyo.
–Ya lo encontrará... No lo busque en mí, aunque le pido que crea en mi sincera amistad –dijo ella con un suspiro–: Nuestro apoyo es el amor divino, el amor que El nos legó... ¡Su carga es fácil!... –agregó con la mirada entusiasta que tan bien conocía Karenin–. El le ayudará y le socorrerá.
Aunque en tales palabras había aquella exagerada humildad ante los propios sentimientos y aquel estado de espíritu místico, nuevo, exaltado, introducido desde hacía poco en San Petersburgo, y que a Karenin le parecía superfluo, el oír en labios de la Condesa, y en aquel momento, le conmovió.
–Me siento débil, aniquilado. No pude prever nada, y tampoco ahora comprendo nada.
–¡Amigo mío! –repetía Lidia Ivanovna.
–No me apena lo que he perdido, no... No lo siento. pero no puedo dejar de avergonzarme ante la gente de la situación en que me hallo. Es lamentable, pero no puedo, no puedo...
–No fue usted quien realizó aquel acto sublime. ¡Fue El quien lo dictó a su corazón! ¡Aquel acto de perdón que ha despertado la admiración de todos! –––exclamó la condesa Lidia Ivanovna, alzando la vista, exultante–. ¡Por esto no puede usted avergonzarse de su acto!
Alexey Alejandrovich frunció el entrecejo y juntando los dedos comenzó a hacer crujir las articulaciones.
–Es preciso conocer todos los pormenores –dijo con su voz delgada–––. Las fuerzas de un hombre tienen su límite, Condesa, y yo he llegado al de las mías. Todo el día de hoy he tenido que dar órdenes en casa, derivadas –recalcó la palabra «derivadas» –de mi nuevo estado de hombre solo. Los criados, la institutriz, las cuentas... Este fuego minúsculo me ha abrasado y no puedo más. Ayer mismo, durante la comida... casi abandoné la mesa. No podía sostener la mirada de mi hijo. No me preguntaba qué era lo que había pasado, pero quería preguntármelo y no me atrevía a mirarle... y aun esto no es todo...