XXXI

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Era un día desapacible, había llovido toda la mañana y los enfermos, provistos de paraguas, llenaban la galería.

Kitty paseaba con su madre y el coronel moscovita, que presumía mucho con su americana a la moda europea comprada en Francfort. Iban de un lado a otro de la galería, procurando evitar a Levin, que paseaba por el extremo opuesto.

Vareñka, con su vestido oscuro y su sombrero negro de alas bajas, paseaba con una francesa ciega. Cada vez que se cruzaba con Kitty, ambas cambiaban miradas amistosas.

–¿Puedo hablarle, mamá? –preguntó Kitty, siguiendo con la mirada a su desconocida amiga y observando que se dirigía al manantial donde podrían coincidir.

–Si tanto empeño tienes en conocerla, me informaré primero de quién y cómo es hablándole yo antes – repuso su madre–. ¿Qué encuentras en ella de particular? Si quieres, te presentaré a madame Stal. He conocido a sa bella soeur –añadió la Princesa irguiendo la cabeza con orgullo.

Kitty sabía que su madre estaba ofendida de que madame Stal fingiera no reconocer a los rusos; no quiso, por lo tanto, insistir.

–¡Es verdaderamente encantadora ––dijo Kitty viendo a Vareñka ofrecer un vaso de agua a la francesa–. Cuanto hace resulta en ella espontáneo, agradable...

–Me dan risa tus engouements –dijo la Princesa– Vale más que nos volvamos –agrego, viendo a Levin que avanzaba en su dirección con su compañera y con el médico alemán, a quien hablaba en alta y enojada voz.

Al volver la espalda oyeron, no ya una voz fuerte, sino gritos. Levin gritaba y el doctor alemán estaba irritado también. La gente les rodeó. La Princesa y Kitty se alejaron precipitadamente y el coronel se unió al corro para saber de qué se trataba.

Instantes más tarde, el coronel alcanzó a las Scherbazky.

–¿Qué pasaba? –preguntó la Princesa.

–¡Una vergüenza! –repuso el coronel–. ¡Es terrible encontrar a un ruso en el extranjero! Ese señor ruso ha disputado con el médico, diciéndole mil barbaridades, acusándole de que no le cura como debe y hasta amenazándole con el bastón. ¡Es vergonzoso!

–¡Qué cosa tan desagradable! –comentó la Princesa–. ¿Y en qué ha terminado la cosa?

–Gracias a la intervención de aquélla... esa del sombrero que parece una seta. Creo que es una rusa –dijo el coronel.

–¿Mademoiselle Vareñka? –preguntó Kitty con admiración.

–Sí: fue más hábil que todos. Cogió al señor ruso por el brazo y se lo llevó.

–¿Ve, mamá? –dijo Kitty a su madre–. ¡Y todavia le extraña a usted que la admire!

Observando al siguiente día a aquella amiga a quien no trataba aún, Kitty comprobó que Vareñka estaba ya en tan buenas relaciones con Levin y su mujer como con sus demás protégés. La muchacha se acercaba a ellos, les hablaba y servía de intérprete a la mujer, que no sabía ningún idioma extranjero.

Kitty insistió a su madre para que le permitiese tratar a Vareñka. Y, pese a lo desagradable que le parecía a la Princesa ser ella quien iniciase el trato con la señora Stal, que adoptaba aquella actitud orgullosa no se sabía por qué, le habló y se informó de cuanto concernía a Vareñka, sacando la conclusión de que si bien no había mucho bueno, tampoco había nada malo en conocerla. Acercándose, pues, ella misma a la joven, la interrogó.

Escogió al efecto un momento en que Kitty había ido al manantial y Vareñka se había detenido junto a un vendedor ambulante de dulces y la abordó.

–Permítame presentarme personalmente –dijo la Princesa, con una sonrisa llena de dignidad, Mi hija está enamorada de usted. Quizá usted no me conozca. Soy...

–Ese sentimiento es recíproco, Princesa –contestó Vareñka inmediatamente.

–Se portó usted muy bien ayer con nuestro pobre compatriota ––comentó la Princesa.

Vareñka se ruborizó.

–No recuerdo haber hecho nada –repuso.

–¿Cómo no? Evitó usted un lance desagradable a Levin.

–¡Ah, sí! Su compañera me llamó y yo procure calmarle. El está muy enfermo y se encuentra descontento de su medico. Estoy acostumbrada a tratar enfermos así.

–Sé que vive usted en Menton con su tía. Creo que madame Stal es tía suya, ¿no? He conocido a la belle soeur de su parienta...

–No es tía mía. Aunque la llamo mamam, no soy parienta suya –dijo Vareñka volviendo a ruborizarse, Pero he sido educada por ella.

Lo dijo con tal sencillez, con tanta suavidad y franqueza en su rostro, que la Princesa justificó al punto que Kitty estuviese enamorada de aquella muchacha.

–¿Y qué va a hacer ahora ese Levin? –preguntó la Princesa.

–Se marcha –respondió Vareñka,

Kitty, radiante de alegría al ver que su madre trataba ya a su desconocida amiga, volvía en aquel momento del manantial.

–Como ves, Kitty, tu ardiente deseo de conocer a la señorita...

–Vareñka –precisó ésta, con una sonrisa–. Así me llaman todos.

Kitty, ruborizándose de alegría, apretó durante largo rato la mano de su nueva amiga, quien no correspondió al apretón, dejando su mano inerte entre los dedos de Kitty.

Pero, aunque su mano no correspondiese al apretón de la joven, su rostro se iluminó con una viva sonrisa, alegre y a la vez algo melancólica, que dejaba al descubierto unos dientes grandes pero magníficos.

–También yo deseaba conocerla –dijo Vareñka.

–¡Pero está usted siempre tan ocupada ...!

–¡Quia; no tengo nada que hacer! –aseguró la muchacha.

Mas en aquel mismo instante hubo de dejar a sus recientes amigos viendo a dos niñitas rusas, hijas de un enfermo, que corrían hacia ella.

–¡La llama mamá, Vareñka! –gritaban.

Y Vareñka las siguió.



Ana KareninaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora