La Princesa, sentada en la butaca, callaba y sonreía. Kitty, en pie junto a la de su padre, mantenía la mano del anciano entre las suyas.
Todos callaban.
La Princesa fue la primera en hablar y en dirigir los pensamientos y sentimientos generales hacia los planes de la nueva vida. Y a todos, en el primer momento, les pareció aquello igualmente doloroso y extraño.
–¿Y qué, cuándo va a ser la boda? Hay que recibir la bendición, publicar las amonestaciones... ¿Qué te parece, Alejandro?
–En este asunto el personaje principal es él –repuso el Príncipe señalando a Levin.
–¿Que cuándo? –repuso éste, sonrojándose–. ¡Mañana! A mí me parece que la bendición puede ser hoy y la boda mañana.
–Basta, mon cher, déjese de tonterías.
–Entonces, dentro de una semana.
–Está loco, no hay duda...
–¿Por qué no puede ser?
–Pero, hombre, espere... –dijo la madre de Kitty, sonriendo jovialmente ante aquella precipitación–. Ha de tratarse aún del ajuar.
«¿Es posible que haya que tratarse del ajuar y de todas esas cosas?», se dijo Levin horrorizado. «¿Es posible que el ajuar, y la bendición, y todo lo demás, vaya a estropear mi felicidad? No: nada es capaz de estropearla.»
Miró a Kitty y vio que la idea del ajuar no parecía molestarla en lo más mínimo.
«Sin duda será necesario», pensó Levin.
–Yo no sé nada. Sólo digo lo que deseo –repuso, disculpándose.
–Ya hablaremos. De momento, se puede preparar la bendición y anunciar la boda, ¿no?
La Princesa se acercó a su marido, le besó y se dispuso a salir, pero él la retuvo y la abrazó y besó suavemente, sonriendo con dulzura, como un joven enamorado.
Parecía que los ancianos se hubieran confundido por un momento y no supiesen bien si los enamorados eran ellos o su hija.
Cuando los padres hubieron salido, Levin se acercó a su novia y le cogió la mano. Dueño ya de sí mismo, capaz de hablar, tenía mucho que decirle. Pero no le dijo, ni con mucho, lo que deseaba.
–¡Cómo lo sabía que esto había de terminar así! Parecía que hubiese perdido toda esperanza pero en el fondo de mi ser nunca dejé de alimentar esta seguridad –dijo–. Creo que era una especie de predestinación.
–Yo también –repuso Kitty . Hasta cuando...
Se interrumpió; luego continuó mirándole con decisión con sus ojos incapaces de mentir.
–Hasta cuando rechacé la felicidad... Nunca he amado más que a usted. Pero confieso que me sentía deslumbrada... ¿Podrá usted olvidarlo?
–Quizá haya sido mejor así. También usted debe perdonarme mucho... He de decirle...
Lo que quería decirle, lo que tenía decidido manifestarle desde los primeros días, eran dos cosas: que no era tan puro como ella y que no tenía fe en Dios.
Ambas cosas resultaban muy penosas, pero se consideraba obligado a conferírselas.
–¡Ahora no!, luego –añadió.
–Bueno, luego... Pero no deje de decírmelo. Ahora no temo nada. Quiero saberlo todo, porque todo está ya resuelto...
Levin concluyó la frase: