XXIV

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–¿Qué, te has divertido? –preguntó Ana, con expresión tímida y dócil, saliendo al encuentro de Vronsky. –Como siempre –repuso él.

Por el tono y la actitud de Ana comprendió Vronsky inmediatamente que se hallaba en uno de sus mejores momentos y, aunque ya estaba acostumbrado a los cambios en el carácter de su amada, se alegró, porque también él se sentía particularmente contento y de excelente humor.

–¿Qué veo? –comentó con voz y ademanes alegres, señalando con satisfacción los baúles, que estaban preparados, Eso sí que está bien.

–Sí, tenemos que marcharnos de aquí –explicó Ana–. He salido a dar un paseo y he gozado tanto, que he sentido deseos de volver al campo. ¿No tienes tú aquí nada que te retenga?

–Sólo deseo eso, irnos al pueblo. Vengo en seguida y hablaremos. Ahora voy.á cambiarme de ropa.

Ordena que me sirvan el té.

Y Vronsky pasó a su gabinete.

Al quedarse sola, Ana volvió su pensamiento a la conversación que acababa de tener con Vronsky y se dijo que había algo humillante en aquellas palabras: «Eso sí que está bien». «Así hablan a un niño cuando renuncia a sus caprichos», pensaba. Y era aún más humillante por el contraste entre el tono de ella, tímido y contrito, y el tono seguro de él.

Y Ana advirtió que en su ánimo se levantaba de nuevo un sentimiento de ira contra Vronsky, pero hizo un esfuerzo sobre sí misma y, cuando volvió él, le acogió con la misma sonrisa de antes.

Cuando Vronsky se sentó, Ana, a su lado, le contó, repitiendo en cierto modo las palabras que había preparado, cómo había pasado el día y sus planes para el viaje.

–¿Sabes? He tenido como una inspiración –decía–. ¿Por qué hemos de esperar aquí el divorcio? ¿No da igual esperarlo en el campo? Yo no puedo estar aquí. He perdido la paciencia y no quiero ni oír hablar del divorcio. He decidido que esto no tenga influencia en mi vida. ¿Estás conforme?

–¡Oh, sí! –dijo, Vronsky mirando, con alguna inquietud, el rostro conmovido de Ana.

–Y vosotros, ¿qué habéis hecho? ¿Quién más estuvo? –preguntó después de un momento de silencio.

Vronsky nombró a los invitados, y contó que la fiesta había resultado excelente y la reunión animada.

Hubo un concurso de barcas a remo.

–Todo resultó muy agradable –añadió–, pero en Moscú las cosas no pueden pasar sin ridicule. Se presentó una señora –la profesora de natación de la reina de Suecia– y quiso mostramos su arte.

–¡Cómo! ¿Ha nadado ante vosotros? –preguntó Ana Arkadievna frunciendo el ceño.

–Con un horrible costume de natation. Figúrate una mujer fea y vieja con las carnes enrojecidas. Bueno, ¿y cuándo nos marchamos?

–¡Qué fantasía más loca! ¿Y qué? ¿Había algo de particular en su manera de nadar? –preguntó Ana, sin contestar a la pregunta de éste y con una sombra de preocupación en el semblante.

–Absolutamente nada de particular, ¿no te digo? Era una cosa completamente estúpida. Entonces, ¿cuándo piensas que nos marchemos de aquí?

Ana Arkadievna sacudió su cabeza como queriendo alejar un pensamiento desagradable.

–¿Cuándo? –dijo, Cuanto antes mejor. Para marcharnos mañana no tenemos tiempo, pero podemos marchar pasado mañana.

–Espera. Pasado mañana es domingo y debo ir a casa de maman –dijo Vronsky confuso, porque en cuanto nombró a su madre sintió fija sobre él la mirada de Ana, en la que se reflejaba una sospecha.

Ana KareninaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora