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La sala de espera del célebre abogado de San Petersburgo estaba llena cuando Karenin entró en ella.

Había tres señoras: una anciana, una joven y la esposa de un tendero; esperaban también un banquero alemán con una gruesa sortija en el dedo, un comerciante de luengas barbas y un funcionario público con levita de uniforme y una cruz al cuello.

Se veía que todos esperaban hacía rato. Dos pasantes sentados ante las mesas escribían haciendo crujir las plumas. Karenin no pudo dejar de observar que los objetos de escritorio –su máxima debilidad– eran excelentes.

Uno de los pasantes, sin mirarle, arrugó el entrecejo y preguntó con brusquedad:

–¿Qué desea?

–Consultar con el abogado.

–Está ocupado –contestó el pasante severamente mostrando con la pluma a los que aguardaban.

Y siguió escribiendo.

–¿No tendrá un momento para recibirme? –preguntó Karenin.

–Nunca tiene tiempo libre. Siempre está ocupado. Haga el favor de esperar.

–Tenga la bondad de pasarle mi tarjeta –dijo Karenin, con dignidad, disgustado ante la necesidad de descubrir su incógnito.

El pasante tomó la tarjeta, la examinó con aire de desaprobación, y se dirigió hacia el despacho.

Karenin, en principio, era partidario de la justicia pública, pero no estaba conforme con algunos detalles de su aplicación en Rusia, que conocía a través de su actuación ministerial y censuraba tanto como podían censurarse cosas decretadas por Su Majestad.

Como toda su vida transcurría en plena actividad administrativa, cuando no aprobaba algo suavizaba su desaprobación reconociendo las posibilidades de equivocarse y las de rectificar todo error. Respecto a las instituciones jurídicas rusas no era partidario de las condiciones en que se desenvolvían los abogados. Pero como hasta entonces nada había tenido que ver con ellos, su desaprobación era sólo teórica. Más la impresión desagradable que acababa de recibir en la sala de espera del abogado le afirmó más en sus ideas.

–Ahora sale ––dijo el empleado.

En efecto, dos minutos después la alta figura de un viejo jurista que había ido a consultar al abogado y éste aparecieron en la puerta.

El abogado era un hombre bajo, fuerte, calvo, de barba de color negro rojizo, con las cejas ralas y largas y la frente abombada.

Vestía presuntuosamente como un lechuguino, desde la corbata y la cadena del reloj hasta los zapatos de charol. Tenía un rostro inteligente con una expresión de astucia campesina, pero su indumentaria era ostentosa y de mal gusto.

–Haga el favor ––dijo, con gravedad, dirigiéndose a Karenin.

Y, haciéndole pasar, cerró la puerta de su despacho. Una vez dentro, le mostró una butaca próxima a la mesa de escritorio cubierta de documentos.

–Haga el favor –repitió. Y al mismo tiempo se sentaba él en el lugar preferente, frotándose sus manos pequeñas, de dedos cortos poblados de vello rubio, a inclinando la cabeza de lado.

Apenas se acomodó en aquella actitud, sobre la mesa voló una polilla. El ahogado, con rapidez increíble en él, alargó la mano, atrapó la polilla y quedó de nuevo en la posición primitiva.

–Antes de hablar de mi asunto ––dijo Karenin, que había seguido con sorpresa el ademán del abogado– debo advertirle que ha de quedar en secreto.

Ana KareninaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora