IV

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Vareñka estaba muy atractiva, con su pañuelo blanco sobre la negra cabellera, rodeada de niños, ocupándose alegremente de ellos y visiblemente conmovida por la posibilidad de que el hombre que le gustaba se le declarase.

Sergio Ivanovich, a su lado, la miraba sin cesar, recordando las agradables conversaciones que había mantenido con ella y comprendiendo cada vez más claramente que experimentaba por la joven un sentimiento especial, que ya sintiera otra vez, mucho tiempo hacía, en su primera juventud. Sí, sólo una vez...

La impresión de alegría que le causaba su proximidad fue creciendo sin cesar hasta el momento en que, al darle una seta, una enorme seta de tallo delgado, con los bordes vueltos hacia afuera, la miró a los ojos y observó el rubor que su emoción tímida y alborozada hacía subir a su rostro. Él mismo se turbó y le sonrió con una de aquellas sonrisas que dicen tantas cosas.

«De ser así», se dijo, «debo pensarlo antes de resolverme, sin dejarme llevar, como un chiquillo, de la influencia del momento».

–Voy a separarme de todos para buscar setas por mi cuenta –pronunció en voz alta Sergio Ivanovich–, porque, si no, mis hallazgos van a pasar inadvertidos.

Y se alejó del lindero del bosque por cuya suave alfombra pasaban, entre los viejos álamos poco frondosos, hacia el interior, donde a los troncos blancos de los álamos se unían los grises de los olmos y los oscuros de los avellanos.

Habiéndose apartado unos cuarenta pasos, Sergio Ivanovich se encontró detrás de un avellano en pleno florecimiento, cuyas ramas con sus racimos de un rojo rosado le ocultaban a los ojos de sus acompañantes, y se detuvo.

Todo estaba en calma en tomo suyo. Sólo en torno de los álamos a cuya sombra se encontraba, zumbadores moscas volaban como un enjambre de abejas, y a lo lejos se oían de vez en cuando las voces de los niños.

De pronto, muy cerca, en el lindero del bosque, sonó la voz de contralto de Vareñka llamando a Gricha.

Una sonrisa alegre iluminó el rostro de Sergio Ivanovich y, al tener conciencia de su sonrisa, movió la cabeza en señal de desaprobación, y, sacando un cigarro del bolsillo, se dispuso a fumar.

Estuvo mucho rato sin conseguir inflamar el fósforo que frotaba en el tronco de un abedul. La suave pelusa de la blanca corteza se pegaba al fósforo y apagaba la llama.

Al fin consiguió encender uno y el aromático humo del cigarro se elevó ante él como un ondulante velo hacia las ramas colgantes del abedul.

Siguiendo con la vista las volutas del humo, Sergio Ivanovich continuó su camino pensando en su situación.

«¿Por qué no?», se decía. «Si esto fuera una explosión de sentimientos, una pasión, si hubiera sentido esta inclinación, que ya puedo llamar recíproca, y notara, a la vez, que ello iba contra mi modo de vivir; si, entregándome a esta inclinación observara que traiciono mi vocación y mú deber.. Pero no hay nada de eso... Sólo puedo alegar en contra que, al perder a María, prometí ser fiel a su memoria. Sólo esto puedo oponer a mi sentimiento y desde luego comprendo que es importante.»

Pero mientras se hacía estas reflexiones advertía a la vez que para él no podían tener ninguna importancia, salvo tal vez la de que estropearía a los ojos de los demás su papel de fiel enamorado.

«Aparte de esto, por mucho que busque, no encontraré nada contra mi sentimiento. Si hubiera escogido sólo ateniéndome a la razón, no habría hallado nada mejon»

Pensando en cuantas mujeres conocía, no lograba recordar ninguna que reuniese aquellas cualidades que él, reflexionando fríamente, había siempre deseado para su esposa.

Vareñka tenía el encanto y lozanía de la juventud, pero no era una niña, y si le amaba era conscientemente, como debe amar una mujer.

Pero había algo todavía mejor, y era que ella no sólo estaba apartada de las opiniones del gran mundo, sino que, evidentemente, el gran mundo le repugnaba, sin prejuicio de conocerlo y de saberse mover en él dignamente, sin lo cual Sergio Ivanovich no podía concebir a la compañera de su vida.

Además, Vareñka era religiosa, pero no como una niña, al modo de Kitty, religiosa y buena por instinto, sino con conocimiento de causa, ordenando su vida según los principios religiosos.

Incluso en otros detalles, Sergio Ivanovich hallaba en ella cuanto pudiera desear en su esposa: Vareñka era pobre y vivía sola en el mundo, y no traería con ella una caterva de parientes y su influencia en casa del marido, como sucedía con Kitty, y estaría obligada en todo a su marido, cosa que había deseado también siempre para su futura vida conyugal.

Y la joven que reunía todas aquellas condiciones le amaba, lo que él, aunque modesto, no podía dejar de observar. Y Sergio Ivanovich la amaba también.

Había un obstáculo: su edad. Pero en su familia eran todos fuertes y vivían muchos años. No representaba apenas cuarenta y recordaba que sólo en Rusia se considera viejos a los hombres cincuentones.

En Francia un cincuentón está dans la force de l'âge y un cuarentón es un jeune homme. ¿Qué significaba la edad si él se sentía tan joven de espíritu como veinte años atrás? ¿Acaso no era juvenil el sentimiento que experimentaba ahora cuando, al salir desde el centro del bosque a su límite, veía bajo los oblicuos rayos del sol, inundada en su luz, la graciosa figura de Vareñka, con su vestidito amarillo?

Ella, con el cesto al brazo, pasó con rápido andar ante el tronco de un abedul. La impresión que le causara Vareñka se unió en él a una perspectiva que le sorprendió por su belleza: el campo de avena que empezaba a amarillear, anegado en los rayos oblicuos del sol, y más allá, el añoso bosque, también salpicado de manchas amarillas, que desaparecía en la lejanía azul...

Su corazón se estremeció de alegría, su alma se llenó de ternura y Sergio Ivanovich se decidió.

En aquel momento, Vareñka, que se había inclinado para coger una seta, se erguía con gentil ademán.

Sergio Ivanovich tiró el cigarro con un rápido movimiento y se dirigió hacia ella.


Ana KareninaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora