Sviajsky cogió por el brazo a Levin y le llevó a su grupo. Ahora Levin ya no podia rehuir a Vronsky, el cual estaba con Esteban Arkadievich y Sergio Ivanovich y le miraba directamente mientras se aproximaba a ellos.
–Mucho gusto. Me parece que tuve el placer de encontrarle en la casa de la princess Scherbazky –dijo Vronsky dándole la mano.
–¡Oh, sí! Me acuerdo muy bien de nuestro encuentro ––contestó Levin enrojeciendo.
Y en seguida se volvió a su hermano y se puso a hablar con él.
Con ligera sonrisa, Vronsky continuó hablando con Sviajsky, evidentemente sin ningún deseo de proseguir la conversación con Levin; pero éste, mientras charlaba con su hermano, no dejaba de observar a Vronsky con propósito de decide algo y reparar, con esto, su brusquedad.
–¿Y de qué se trata ahora? –dijo mirando a Vronsky y a Sviajsky.
–De Snetkov: de si se decide o se niega a presentar su candidatura.
–¿Y él está conforme o no?
–Es, precisamente, esto: que no dice que sí ni que no –repuso Vronsky.
–Y si él se niega, ¿quién presentará su candidatura?
–Quien quiera ––contestó Sergio Ivanovich.
–Sólo que no seré yo –dijo Vronsky dirigiendo, confundido, una mirada irascible a un señor de aspecto irritado que estaba al lado de Sergio Ivanovich.
–Entonces, ¿quién? ¿Neviedovsky? –preguntó Levin, sintiéndose interesado por la cuestión.
Esta pregunta le resultó aún peor ya que Neviedovsky y Sviajsky eran los dos que se disputaban la candidatura.
–Por lo que se refiere a mí –afirmó el señor irritado––– de ningún modo.
Era el mismo Neviedovsky. Sviajsky se lo presentó a Levin y se saludaron cortésmente.
–¿Qué? Parece que la cosa también te entusiasma –dijo Esteban Arkadievich a Levin, guiñando al mismo tiempo el ojo a Vronsky–. Esto es una especie de carrera... Se pueden hacer apuestas.
–Sí, esto me exalta –dijo Vronsky–. Y una vez que se empieza hay ganas de ver la terminación. ¡La lucha! ––exclamó frunciendo las cejas y apretando sus fuertes mandíbulas.
–Este Sviajsky es un hombre de un gran sentido práctico. Lo ve todo con una claridad...
–¡Oh, sí! ––contestó Vronsky distraídamente.
Hubo un silencio durante el cual, por mirar algo, Vronsky dirigió su mirada a Levin, a sus pies, a su uniforme, luego a su rostro, y al ver sus ojos puestos en él, contemplándole sombríamente dijo:
–¿Y cómo es que usted que habita en su pueblo, no es su juez de paz? Pues no veo que su uniforme sea el que corresponde a este cargo.
–Porque considero que la institución de los jueces de paz es una tontería –contestó Levin, que esperaba ocasión para hablar con Vronsky y corregir la falta de cortesía que había cometido al saludarle.
–Pienso lo contrario –dijo Vronsky con tranquila sorpresa.
–Es un juguete –insistió Levin–. No necesitamos jueces de paz. Durante siete años no he tenido más que un asunto. Y el que tuve fue arreglado de la peor manera. El juez está a cuarenta verstas de mi propiedad.
Se está obligado por un asunto en el que se discuten dos rublos a mandar a buscar un abogado que nos cuesta quince.
Y Levin contó como un campesino había robado harina al molinero y, cuando éste se lo afeó al labriego, el tal presentó pleito a aquél, acusándole de difamación. Todo esto era inoportuno y ridículo y él mismo se dio cuenta apenas había terminado de contarlo.