Al dejar la mesa, Levin se dirigió, con Gagin, a la sala de billares. Sentíase extraordinariamente ligero.
En el salón grande encontró a su padre político.
–¿Qué? ¿Cómo encuentras nuestro templo de la ociosidad? –le preguntó el Príncipe tomándole del brazo–. Vamos. Echaremos un vistazo... daremos una vuelta y visitaremos el local...
–Sí, también yo tenía esa intención. Me parece muy interesante.
–Sí, para ti es interesante. Ahora, yo ya tengo otros intereses... Cuando miras a aquellos viejecitos, seguro que piensas que han nacido así, «machacados» –––dijo el Príncipe mostrándole un miembro del Círculo con el labio inferior colgando y que al andar apenas movía los pies, calzados con zapatos flexibles.
–¿Qué quiere decir «machacado»?
–Es un apodo que damos en el Círculo, ¿sabes? Cuando en las Pascuas se juega con huevos, si éstos chocan fuertemente, quedan machacados. Así somos nosotros: a fuerza de frecuentar el Círculo nos vamos «machacando». ¿Conoces al príncipe Chechensky? A ti esto te hace reír, pero a mí no, porque, mirándoles pienso que muy pronto seré también uno de epos –añadió. Y Levin comprendió por el rostro de su suegro que éste quería contarle alguna anécdota divertida.
–No, no le conozco.
–¿Cómo? ¿No conoces al famoso príncipe Chechensky? Bien, es igual... Es un hombre que siempre juega al billar. Hace tres años no estaba todavía entre los « machacados» y lanzaba bravatas, y llamaba «machacados» a los demás. Pero un día llegó al Círculo y a nuestro portero, ¿sabes?, Vasili, ese grueso, que gusta tanto de decir palabras chistosas; pues bien: el príncipe Chechensky, se acerca a él y le pregunta:
«¿Qué, Vasili, quién hay en el Círculo? ¿Han llegado ya algunos de los "machacados"? Y nuestro hombre le contesta: "Usted es el tercero"». ¿Qué te parece? De este modo, hablando, y saludando a los amigos y conocidos que encontraban a su paso, Levin, junto con el Príncipe recorrió todas las salas: la grande, donde ya estaban puestas las mesas, y se habían organizado diversas partidas con los jugadores de siempre; la sala de los divanes, donde se jugaba al ajedrez y donde estaba Sergio Ivanovich, hablando con un desconocido; la sala de los billares, en cuyo recodo había un diván, en el cual, con alegre compañía y bebiendo champaña, estaba Gagin. Echaron, también, una ojeada a la « sala infernal», donde rodeando una mesa, sentados o de pie, se hallaban muchos socios, entre ellos Jachvin, haciendo «apuestas» en el juego de azar o entretenidos mirando el juego.
Procurando no hacer ruido, entraron en la obscura biblioteca, donde, cerca de las lámparas con pantalla, estaban sentados un señor joven, con el rostro sofocado y leyendo periódico tras periódico, y un general calvo que parecía muy interesado por lo que estaba leyendo.
Estuvieron también en la sala que el Príncipe llama «de los sabios». En ella había tres señores que discutían animadamente las últimas noticias de política.
–Príncipe, haga el favor de venir. Todo está ya dispuesto –le dijo en aquel momento uno de sus compañeros de diversiones. Y el Príncipe se marchó con su tertulio.
Levin se sentó y se puso a recordar todas las conversaciones que había tenido durante la mañana; pero se sintió aburrido; y, levantándose precipitadamente, salió en busca de Oblonsky y Turovzin pensando que con ellos hallaría al menos distracción.
Turovzin estaba sentado en un diván en la sala de los billares, teniendo cerca de él, en una mesita, un cubilete con un brebaje.
Esteban Arkadievich y Vronsky hablaban de algo cerca de la puerta, en un rincón de la sala.
–No es que ella se aburra, pero esta posición tan indefinida... –oyó Levin al pasar.
Quiso alejarse, pero Esteban Arkadievich le llamó.
–¡Levin! –le gritó, con los ojos humedecidos, como solía tenerlos siempre que bebía mucho o estaba emocionado. Esta vez la causa era, sin embargo, otra.
–Levin, no te marches ––dijo y apretó a éste fuertemente el brazo bajo su codo para impedirle que se marchara.
–Es mi amigo más sincero y mejor –dijo luego a Vronsky–. Tú también me eres muy querido. Y deseo que os hagáis buenos amigos, porque los dos sois excelentes personas.
–¿Por qué no? Sólo nos falta besamos –dijo Vronsky con bondadosa y burlona sonrisa, dando a Levin la mano, que él estrechó afectuoso, fuertemente, mientras decía:
–Me alegro, me alegro mucho.
–¡Mozo! Trae una botella de champaña ––ordenó Esteban Arkadievich al criado.
–Yo también me alegro mucho –dijo Vronsky.
Pero, a pesar de los deseos de Esteban Arkadievich y de ellos dos mismos, de entablar conversación, no encontraron de qué hablar y aparecían mustios y aburridos.
–¿Sabes? Levin no conoce a Ana ––dijo Esteban Arkadievich a Vronsky–. Y yo quiero llevarle a tu casa
para presentarles y que se conozcan.
–¿Es posible? ––dijo Vronsky–. Ana se sentirá muy contenta... Yo iría con vosotros, también, a casa, pero me preocupa Jachvin. Me quedaré aquí hasta que termine su juego.
–¿Y qué, va mal?
–Está perdiendo, como siempre, y soy el único que puede contenerle.
– ¿Qué? ¿Jugamos una partida? –propuso Esteban Arkadievich–. Levin, ¿quieres jugar? Coloca los bolos–ordenó al marcador.
–Ya hace rato que están preparados –contestó éste que, en efecto, había ya dispuesto los bolos en triángulo y se entretenía en rodar la roja.
–Bien; vamos a jugar.
Después de la partida, Vronsky y Levin se sentaron a la mesa, al lado de Gagin, y Levin, aceptando la propuesta de Esteban Arkadievich, se puso a jugar a las cartas apuntando a los ases.
Vronsky estaba sentado al lado de la mesa, rodeado de conocidos que sin cesar venían a hablarle o iba, de cuando en cuando, a la «sala infernal» para ver cómo marchaba en su juego Jachvin.
Levin, después de la fatiga cerebral que había sentido por la mañana, experimentaba ahora una sensación agradable de descanso. El hecho de no sentir ya animosidad alguna contra Vronsky, le hacía sentirse dichoso, y una impresión de tranquilidad y de placer invadía continuamente su espíritu.
Terminada la partida, Esteban Arkadievich le tomó por el brazo.
–¿Vamos a ver a Ana? Ahora mismo, ¿no? Ella estará en casa. Hace tiempo que le prometí llevarte. ¿A dónde vas esta noche?
–A decir verdad, a ninguna parte. He prometido a Sviajsky ir a la Asociación de Agricultores. Pero es igual. Podemos ir a ver a Ana.
–¡Estupendo! Vamos. Entérate de si ha llegado mi coche –encargó Esteban Arkadievich al criado.
Levin se acercó a la mesa, pagó la apuesta perdida a los ases ––cuarenta rublos–; pagó, de una manera particularmente misteriosa, el gasto que había hecho en el Club, que el criado viejecito que había en la puerta conocía, y moviendo mucho los brazos, a través de diversas salas, se dirigió hacia la puerta.