Al acercarse a su casa en inmejorable disposición de ánimo, Levin oyó un ruido de campanillas por el lado de la puerta principal.
«Ha venido alguien por ferrocarril» , pensó. «Es la hora del tren de Moscú. ¿Quién será? ¿Mi hermano
Nicolás? Me dijo que iría a tomar las aguas en el extranjero o que vendría a mi casa. »
En principio, la idea de la presencia de su hermano le disgustó, sospechando que iba a perturbar su buena Disposición de ánimo, tan acorde con la alegría primaveral. Pero, avergonzándose, abrió sus brazos
espiritualmente, experimentando una sencilla alegría y deseando de corazón que el llegado fuese Nicolás.
Espoleó al caballo y, al salir de las acacias, vio una troika de alquiler que llegaba de la estación y en la que iba un señor con pelliza.
No era su hermano.
«¡Si fuese al menos alguna persona simpática con la que se pudiese hablar!» , pensó Levin.
Y, al reconocer a Esteban Arkadievich, exclamó alegremente, levantando los brazos:
–¡Qué visita más agradable! ¡Cuánto me complace verte!
Y pensaba:
«Ahora sabré con certeza si Kitty se ha casado o cuándo se casa.»
Y sintió que en aquel día primaveral el recuerdo de Kitty no le era tan penoso.
–¿No me esperabas? –dijo Esteban Arkadievich, saliendo del trineo.
Llevaba barro en la nariz, en las mejillas y en las cejas, pero iba radiante de salud y alegría.
–Ante todo, he venido para verte –dijo, abrazando y besando a Levin–; después, para cazar con perro y, además, para vender el bosque de Erguchovo.
–¡Muy bien! ¿Has visto qué primavera? ¿Cómo has podido llegar en trineo?
–En coche habría sido más difícil aún –contestó el cochero, que conocía a Levin.
–Estoy contentísimo de verte ––dijo Levin sonriendo con toda el alma, infantilmente.
Levin acompañó a su amigo al cuarto reservado para los invitados, donde ya habían llevado los efectos de Esteban Arkadievich: un saco de viaje, una escopeta enfundada, una bolsa de cigarros...
Dejándole lavarse y cambiar de ropa, Levin pasó a su despacho para dar órdenes relativas a la labranza y al trébol.
Agafia Mijailovna, muy preocupada como siempre del honor de la casa, abordó a Levin en el recibidor, mareándole con preguntas sobre la comida.
–Haga lo que quiera, pero pronto ––dijo Levin.
Y fue en busca del encargado.
A su regreso, Esteban Arkadievich, peinado y lavado y con una sonrisa deslumbradora en los labios, salía de su cuarto. Subieron los dos juntos.
–¡Cuánto me alegro de haber venido! Ahora podré averiguar las cosas misteriosas que haces aquí. Pero te aseguro que te envidio. ¡Qué bien está todo en esta casa! ––decía Esteban Arkadievich, olvidando que no siempre era primavera ni todos los días como aquél–. Tu ama de llaves es un encanto de viejecita... Cierto que sería mejor tener una doncella con delantalito... Pero esa anciana va muy bien con tus costumbres austeras y tu vida monástica.
Esteban Arkadievich contó muchas noticias interesantes y, sobre todo, una interesantísima para Levin: que su hermano Sergio Ivanovich se proponía pasar el verano con él, en el pueblo.