Esteban Arkadievich subió al piso alto con el bolsillo henchido del papel moneda que el comerciante le había pagado con tres meses de anticipación.
El asunto del bosque estaba terminado, la caza había sido abundante y Esteban Arkadievich, hallándose muy optimista, deseaba disipar el mal humor de Levin. Quería terminar el día como lo había empezado, y cenar tan agradablemente como había comido.
Levin, en efecto, estaba de mal humor y, pese a su deseo de mostrarse amable y cariñoso con su caro amigo, no lograba dominarse. La embriaguez que le produjo la noticia de que Kitty no se había casado se
había ido desvaneciendo en él poco a poco.
Kitty no estaba casada y se hallaba enferma, enferma de amor por un hombre que la despreciaba.
Parecíale que en lo sucedido había también como una vaga ofensa para él. Vronsky había desdeñado a quien desdeñara a Levin... Vronsky, pues, tenía derecho a despreciar a Levin. En consecuencia, era enemigo suyo.
Pero Levin no quería razonar sobre ello. Sentía que había algo ofensivo para él y se irritaba no contra la causa, sino contra cuanto tenía delante. La necia venta del bosque, el engaño en que Oblonsky cayera y que se había consumado en su casa, le irritaba.
-¿Terminaste ya? -preguntó a Esteban Arkadievich al encontrarle arriba-. ¿Quieres cenar?
-No me niego. Se me ha despertado en este pueblo un apetito fenomenal. ¿Por qué no has invitado a Riabinin?
-¡Que se vaya al diablo!
-¡Le tratas de un modo! -dijo Oblonsky-. Ni le has dado la mano. ¿Por qué haces eso?
-Porque no doy la mano a mis criados y, sin embargo, valen cien veces más que él.
-Eres, decididamente, un retrógrado. ¿Y la confraternidad de clases? -preguntó Oblonsky.
-Quien desee confraternizar, que lo haga cuanto quiera. A mí lo que me asquea, me asquea.
-Eres un reaccionario cerril.
-Te aseguro que no he pensado nunca en lo que soy. Soy Constantino Levin y nada más.
-Y un Constantino Levin malhumorado -comentó, riendo, Esteban Arkadievich.
-¡Sí: estoy de mal humor! ¿Y sabes por qué? Permíteme que te lo diga: por esa estúpida venta que has hecho.
Esteban Arkadievich arrugó las cejas con benevolencia, como hombre a quien acusan y ofenden injustamente.
-Basta -dijo-. Cuando uno vende algo sin decirlo, todos le aseguran después que lo que vende valía mucho más. Pero cuando uno ofrece algo en venta, nadie le da nada. Veo que tienes ojeriza a ese Riabinin.
-Es posible... ¿Y sabes por qué? Vas a decir de nuevo que soy un reaccionario o alguna cosa peor... Pero no puedo menos de afligirme viendo a la nobleza, esta nobleza a la cual, a pesar de esta monserga de la confraternidad de clases, me honro en pertenecer, va arruinándose de día en día... Y lo malo es que esa ruina no es una consecuencia del lujo. Eso no sería ningún mal, porque vivir de un modo señorial corresponde a la nobleza y sólo la nobleza lo sabe hacer. Que los aldeanos compren tierras al lado de las nuestras no me ofende. El señor no hace nada; el campesino trabaja, justo es que despoje al ocioso. Esto está en el orden natural de las cosas, y a mí me parece muy bien; me satisface incluso. Pero me indigna que la nobleza se arruine por candidez. Hace poco un arrendatario polaco compró una espléndida propiedad por la mitad de su valor a una anciana señora que vive en Niza. Otros arriendan a los comerciantes, a rublo por deciatina, la tierra que vale diez rublos. Ahora tú, sin motivo alguno, has regalado a ese ladrón treinta mil rublos.