En esta su nueva estancia en Moscú, Levin reanudó la gran amistad que le unía con su compañero de universidad, el profesor Katavasov, al cual no había visto desde su casamiento.
Katavasov le atraía por la claridad y sencillez de sus ideas.
Levin pensaba que la claridad de pensamiento de Katavasov provenía de la escasez de ideas, mientras que el profesor pensaba que la falta de coordinación en los pensamientos de Levin era debida a indisciplina de su cerebro.
Pero la claridad de Katavasov le era agradable a Levin, como la abundancia de ideas indisciplinadas lo era para Katavasov, y los dos se encontraban y discurian con evidente satisfacción.
Levin le había leído algunas partes de su obra a su amigo, el cual la encontró de mucho interés.
El día anterior, al encontrar a Levin en una conferencia pública, Katavasov le dijo que el famoso Metrov, uno de cuyos recientes artículos habían entusiasmado a Levin, se encontraba en Moscú y estaba muy interesado por lo que le había dicho él de su obra; que al día siguiente por la mañana, a las once, Metrov les esperaría en su casa y se alegraría mucho de conocerle.
–¡Hola! ¿Ya está usted aquí? Decididamente, amigo mío, veo que va haciéndose usted puntual. Bueno, hombre, me agrada mucho verle –dijo Katavasov al encontrar a su amigo en el saloncito–. Oí la campanilla, pero pensé « no puede ser que sea ya él». ¿Y qué? ¿Qué me dice de los montenegrinos? Son guerreros de raza, ¿no?
–¿Qué ha pasado? –preguntó Levin.
Katavasov, en pocas palabras, le informó de las últimas noticias, y, entrando en el despacho, le presentó a un señor de alta estatura, fuerte y de presencia muy agradable. Era Metrov.
La conversación versó un momento sobre la política y los comentarios que en las altas esferas de San Petersburgo habían suscitado los últimos acontecimientos. Metrov refirió una conversación, una fuerte discusión, que se aseguraba había habido entre el Emperador y uno de los ministros. Katavasov dijo haber oído también, como cosa muy segura, que el Emperador había dicho todo lo contrario. Levin buscó una explicación que, tomando algo, lo más verosímil, de cada versión, diera la justa, la más aproximada a la realidad de lo ocurrido. Y seguidamente cambiaron de terra.
–Mi amigo tiene casi terminado un libro sobre la economía rural –dijo Katavasov–. Yo no soy un especialista en la materia, pero, como naturalista, la idea fundamental del libro ha despertado mi interés. Lo que más me ha gustado de él es que no toma al hombre como algo que está fuera de las leyes zoológicas, sino que, al contrario, examina su situación y el medio en que se encuentra y en esta relación busca las leyes para el desarrollo de su teoría.
–Es muy interesante –comentó Metrov.
–A decir verdad –explicó Levin– empecé a escribir un libro sobre economía rural, pero, por fuerza, habiéndome ocupado de la primera máquina de la agricultura –del obrerollegué a resultados completamente insospechados –dijo sonrojándose.
Y poniendo un gran cuidado en sus palabras, pues sabía que Metrov había escrito un artículo contra su punto de vista, Levin se puso a explicar sus opiniones sobre la cuestión. Miraba en tanto con gran atención a su interlocutor, como explorando el terreno que pisaba, queriendo ver cómo reaccionaba aquél ante tales ideas, mas en el rostro tranquilo a inteligente del sabio nada lograba adivinar.
–Pero, ¿en qué ve usted condiciones particulares al obrero ruso? –preguntó Metrov, al fin–. ¿En sus cualidades zoológicas, por decirlo así, o en las condiciones en las cuales se encuentra?
Levin veía que esta pregunta, en sí misma, contenía ya una oposición a sus ideas sobre aquel asunto, pero continuó explicando su pensamiento, que consistía en creer que el campesino ruso tiene un punto de vista respecto a la tierra muy distinto del que sustentan los campesinos de otros pueblos. Y, para demostrarlo Levin se apresuró a añadir que este punto de vista del pueblo ruso proviene de considerarse predestinado a poblar los enormes espacios libres de Oriente.