Cuando Alexey Alejandrovich llegó a las carreras, Ana estaba sentada ya al lado de Betsy en la tribuna donde se congregaba la alta sociedad.
Ana vio a su marido desde muy lejos.
Dos hombres –su marido y su amante– formaban como dos centros de su vida. Sentía su proximidad aun sin ayuda de sus sentidos corporales.
Desde lejos presintió la llegada de su esposo a involuntariamente le siguió con los ojos entre las olas de muchedumbre en medio de las cuales se movía.
Le veía acercarse a la tribuna, ora correspondiendo, condescendiente, a los saludos humildes; ora contestando, amistosamente, pero con cierta distracción, a sus iguales; ora espiando con atención la mirada de los poderosos y quitándose su amplio sombrero hongo, calado hasta las puntas de las orejas.
Ana conocía muy bien todas aquellas maneras de saludar a la gente, y todas despertaban en ella el mismo sentimiento de antipatía.
«En su alma no hay más que amor a los honores, ambición de triunfar» , pensaba. «Las ideas elevadas, el amor a la cultura, a la religión y todo lo demás no son sino medios de llegar a la cumbre.»
Por las miradas que su esposo dirigía a la tribuna, Ana comprendió que la buscaba.
Pero Alexey Alejandrovich no lograba descubrir a su mujer entre el mar de muselina, cintas, plumas, sombrillas y colores.
Ana, aun sabiendo que la buscaba, fingió deliberadamente no verle.
–¡Alexey Alejandrovich! –gritó la condesa Betsy–. Observo que no encuentra usted a su mujer. Está aquí.
Karenin sonrió con su sonrisa fría.
–Deslumbran ustedes tanto que no sabe uno adónde mirar –repuso.
Y se dirigió a la tribuna.
Sonrió a su mujer como debe hacerlo un marido a la esposa que ha visto minutos antes y saludó a la
Princesa y a otros conocidos, tratando a cada uno como se había de tratar: es decir, bromeando con las señoras y cambiando cumplidos con los hombres.
Abajo, junto a la tribuna, estaba un ayudante general muy apreciado de Alexey Alejandrovich y muy conocido por su talento a instrucción.
Alexey Alejandrovich le habló.
Estaban en un intermedio entre dos carreras y nada dificultaba su charla. El ayudante general criticaba el deporte hípico. Alexey Alejandrovich lo elogiaba. Ana escuchaba su voz fina y monótona sin perder una palabra, y cada una de ellas le sonaba a falsa y le hería desagradablemente el oído.
Al empezar la carrera de cuatro verstas con obstáculos, Ana se inclinó hacia adelante sin quitar los ojos de Vronsky, que en aquel momento se acercaba a la yegua y montaba.
A la vez oía la voz de su marido, aquella voz repulsiva que hablaba sin parar. El miedo de que Vronsky sufriese algún daño la atormentaba, y la atormentaba más aún, sin embargo, el percibir la aguda voz incansable de Alexey Alejandrovich con sus entonaciones tan conocidas para ella.
«Soy una mala mujer, una mujer caída», pensaba Ana, «pero no me gusta mentir y no puedo con la mentira. ¡Y mi marido se alimenta de ella! Lo sabe todo, lo adivina todo... ¿Cómo puede, pues, hablar con tanta tranquilidad? Si me hubiese matado o matado a Vronsky, le apreciaría. Pero no. No le interesan más que la mentira y las apariencias» .
Así reflexionaba, sin concretar cómo le habría agradado que fuera su marido y lo que habría deseádo hallar en él.
No comprendía tampoco que la facundia de Alexey Alejandrovich, que tanto la irritaba, era, aquel día, una expresión de su desasosiego y su inquietud interna.