Aquella noche Levin se aburría terriblemente en compañía de las señoras; le agitaba el pensamiento de que la insatisfacción que sentía por los asuntos de sus tierras no era exclusiva suya sino general en toda Rusia; que encontrar una organización en la que los obreros trabajasen como en la propiedad del campesino que vivía a mitad de camino de casa Sviajsky no era una ilusión, sino un problema que había que resolver, que era posible resolver y que había que intentarlo.
Después de saludar a las señoras y haber prometido quedarse todo el día siguiente, para ir juntos a caballo a ver un derrumbamiento que se había producido en un bosque del Estado, Levin, antes de retirarse, pasó al despacho de su amigo para coger los libros sobre cuestiones obreras que Sviajsky le había ofrecido.
El despacho era una pieza enorme, con muchas estanterías de libros y dos mesas, una grande, de escritorio, en el centro de la habitación, y otra redonda, con periódicos y revistas en todos los idiomas dispuestos en círculo en tomo a la lámpara.
Junto a la mesa escritorio se veía un archivador en cuyos cajones rótulos dorados indicaban los distintos documentos que contenían.
Sviajsky cogió unos libros y se sentó en una mecedora.
–¿Qué busca usted? –preguntó a Levin, que, parandose junto a la mesa redonda, miraba las revistas–. ¡Ah, sí! Ahí hay un artículo muy interesante –agregó, refiriéndose a la revista que Levin tenía en la mano–. Resulta –añadió con alegre animación– que el principal culpable del reparto de Polonia no fue Federico. Parece que...
Y Sviajsky, con su peculiar claridad, refirió brevemente aquellos nuevos a interesantes descubrimientos de indudable importancia.
Aunque a Levin le importaba sobre todo lo de la propiedad rural, oyendo a su huésped, se preguntaba: «¿Cómo será el interior de este hombre? ¿En qué puede interesarle la división de Polonia?».
Y cuando terminó, Levin le preguntó, involuntariamente:
–Bueno, ¿y qué?... Pero no pudo obtener nada más.
Lo único interesante era que «resultaba»... Sviajsky no explicó, sin embargo, ni lo creyó necesario, por qué le interesaba aquello.
–Me interesó mucho ese propietario rural tan enfadado –dijo Levin suspirando–. Es muy inteligente y en muchas de sus cosas tiene razón.
–¿Qué dice usted? Es un antiguo partidario de la servidumbre, como todos ellos –repuso Sviajsky.
–Todos ellos son los que usted representa...
–Sí, soy el representante de la nobleza, pero los llevo en otra dirección diferente a la que desean –rió Sviajsky.
–El asunto me interesa mucho ––dijo Levin–. Ese hombre acierta en que el cultivo racional de fincas va mal y que las únicas que prosperan son las de usureros, como las de aquel otro, tan callado, y la pequeña propiedad. ¿Quién tiene la culpa?
–Sin duda nosotros mismos. Y, además, no es cierto que la propiedad racional no prospere. Por ejemplo, Vasilchikov...
–Prospera la fábrica, no las tierras.
–No sé por qué se extraña, Levin. El pueblo ruso está a un nivel moral y material tan bajo que es natural que se resista a aceptar lo que necesita. En Europa la propiedad racional prospera porque el pueblo está educado, lo cual significa que nosotros debemos educar al pueblo y nada más.
–¿Es posible, acaso, educar al pueblo?
–Para educar al pueblo se necesitan tres cosas: escuelas, escuelas y escuelas.