Mientras los niños tomaban el té, los mayores, sentados en el balcón, hablaban como si nada hubiera sucedido, a pesar de que todos, en especial Sergio Ivanovich y Vareñka, sabían que se había producido un hecho muy importante, aunque negativo.
Tanto él como ella experimentaban un sentimiento análogo al de un alumno después de un examen desfavorable, cuando queda en la misma clase o le hacen salir del colegio.
Todos los presentes, comprendiendo también que había sucedido algo, hablaban con animación de cosas indiferentes.
Levin y Kitty esta tarde se sentían particularmente felices y enamorados. El que ellos fueran felices con su amor, parecía una desagradable alusión a los que querían serlo y no podían, por lo que experimentaban un sentimiento de pesar.
–Acuérdense de lo que les digo. Alexandre no vendrá hoy –aseguró la Princesa.
Aguardaban para aquella tarde la llegada de Oblonsky y el anciano príncipe había escrito que quizá fuera él también.
–Y sé muy bien por qué –continuó la anciana señora–; según él a los recién casados hay que dejarlos solos durante los primeros tiempos.
–Papá nos tiene abandonados. Hace mucho que no le vemos –dijo Kitty–. Además, ¿acaso somos recién casados? ¡Si somos veteranos ya!
–Pues si él no viene, yo os dejaré, hijas ––dijo la Princesa suspirando melancólicamente.
–¿Por qué, mamá? ––exclamaron ellas.
–Pensad en lo triste que se sentirá él ahora...
Insólitamente, la voz de la anciana tembló.
Sus hijas callaron y cruzaron una mirada, con la que querían significar:
«Mama siempre encuentra algún motivo de tristeza.»
Ignoraban que, por bien que ella se hallara en casa de Kitty y por útil que se considerara allí, sufría y estaba apenada por sí misma y por su esposo desde que su hija menor, la preferida, se había casado dejando su hogar tan vacío.
–¿Qué quiere usted? –preguntó Kitty a Agafia Mijailovna, que se acercaba con aire de importancia y de misterio.
–Es que la cena...
–Anda, ve a dar órdenes mientras yo le tomo la lección a Gricha. Hoy no ha estudiado nada –dijo Dolly.
–Esa lección debo darla yo. Ya voy, Dolly –repuso Levin levantándose de un salto.
Gricha había ingresado ya en el instituto y tenía que preparar sus lecciones durante el estío. Dolly, que en Moscú estudiaba hasta latín con su hijo, al llegar al campo se impuso la norma de repetir con él al menos las lecciones más difíciles de aritmética y latín.
Levin se ofreció a hacerlo en su lugar, pero ella, viendo una vez cómo Levin tomaba la lección al niño, y notando que no lo hacía como el profesor repasador en Moscú, se disgustó y, procurando no ofender a su cuñado, le dijo resueltamente que había que repasar las lecciones tal como estaban en el libro, según hacía el profesor de Moscú, y que por ello prefería dar ella misma las lecciones a su hijo.
Levin se sentía enojado contra Esteban Arkadievich, que en su despreocupación descuidaba la vigilancia de los estudios de sus hijos, dejando a la madre aquel cuidado del que ella no entendía nada, y lo estaba también contra los profesores que enseñaban tan mal a los niños.
No obstante, prometió a su cuñada dirigir los estudios de su hijo como ella quería, y seguía dando clase a Gricha, pero no por su método propio, sino por el del libro, motivo por el cual no lo hacía de buena gana y a menudo, como había sucedido hoy, olvidaba la hora de la clase.