XVII

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Recordando sin querer la impresión de las conversaciones que sostuviera durante la comida y después de ella, Alexey Alejandrovich volvió a la solitaria habitación del hotel.

Las palabras de Dolly respecto al perdón no le produjeron sino un sentimiento de pesar.

Aplicar o no a su caso las normas cristianas era cosa ardua de la que no podía hablarse superficialmente.

Y la cuestión estaba resuelta por él hacía tiempo.

De todo lo que allí se dijera, lo que más impresión le había producido fueron las palabras del ingenuo y bondadoso Turovzin: «Se portó como un hombre: le desafió y le mató».

Evidentemente, todos compartían tal opinión, aunque no la expresaban por delicadeza.

«En fin: es cosa resuelta; no hay que pensar más en ello», se dijo.

Y, meditando en su futuro viaje y en el asunto que iba a estudiar, entró en su cuarto y preguntó al conserje por su criado, que le acompañaba, El conserje contestó que el criado había salido hacía ya algún rato. Alexey Alejandrovich ordenó que le sirviesen té, se sentó a la mesa y tomó la guía de ferrocarriles para estudiar el itinerario de su viaje.

–Hay dos telegramas –dijo el criado cuando volvió y entró en la habitación–. Pido perdón a vuecencia por haberme tomado la libertad de salir un momento.

Alexey Alejandrovich cogió los despachos y los abrió.

El primero contenía la noticia de haber sido designado Stremov para un cargo ambicionado por Karenin.

Tiró el telegrama, se sonrojó e, incorporándose, comenzó a pasear por la habitación.

Quos vult perdere Jupiter dementat prius, se dijo incluyendo en el tal quos a las personas que habían favorecido el nombramiento.

No sólo le disgustaba el hecho de que le dejaran de lado, sino que le extrañaba y no comprendía que no viesen todos que cualquier otro habría servido mejor que aquel charlatán de Stremov para semejante cargo.

¿Cómo no comprendían que trabajaban para su propia ruina, que perjudicaban su propio prestigio con aquel nombramiento?

«Será algo por el estilo» , se dijo con amargura al coger el segundo telegrama.

Era de su mujer. La palabra «Ana» trazada con el lápiz azul de telégrafos fue lo primero que hirió su vista.

«Ana» , leyó. Y luego: « Me muero. Pido, suplico venga. Perdonada, moriré más tranquila» .

Karenin sonrió con desdén y tiró el telegrama. Así, al primer momento, no le cabía duda alguna de que se trataba de una argucia, de un engaño.

«No se detiene ante ningún embuste. Pero va a dar a luz. Quizá padezca una fiebre puerperal. Y, ¿qué fin persigue? Que yo reconozca al niño, que me comprometa y no plantee el divorcio» , pensaba. «Pero ahí dice: "Me muero"...»

Volvió a leer el telegrama y, de pronto, el sentido directo de lo que en él estaba escrito le sorprendió.

«¿Y si fuera cierto?» , se preguntó. «¿Y si es verdad que en un momento de dolor, ante la muerte próxima, se arrepiente sinceramente y yo, considerándolo un engaño, me niego a acudir...? No sólo sería cruel y todos me condenarían por ello, sino que resultaría necio por mi parte...»

–Pida el coche, Pedro. Me voy a San Petersburgo –dijo al criado.

Había decidido ir a San Petersburgo y ver a su esposa. Si la enfermedad era un engaño, se marcharía sin decir nada. Si estaba efectivamente enferma y quería verle antes de morir, la perdonaría, de hallarla viva; y si llegaba tarde, cumpliría los últimos deberes para con ella.

Ana KareninaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora