El asunto personal que preocupaba a Levin durante su conversación con su hermano era el siguiente: cuando el año pasado, habiendo ido Levin a la siega, se enfadó con su encargado, empleó su medio habitual de calmarse: coger una guadaña de manos de un campesino y ponerse a segar.
El trabajo le gustó tanto que algunas veces se puso espontáneamente a guadañar; segó todo el prado de frente de casa, y este año, ya desde la primavera, se había formado el plan de pasar días enteros guadañando con los campesinos.
Desde que había llegado su hermano, Constantino Levin no hacía más que pensar si debía hacer lo proyectado o no. No le parecía bien dejar solo a su hermano durante días enteros y además temía que
Sergio Ivanovich se burlara de él.
Pero mientras pasaba por el prado, al recordar el placer que le producía manejar la guadaña, resolvió hacerlo. Y tras la disputa con su hermano volvió a recordar su decisión.
«Necesito ejercicio físico», pensó. «De lo contrario, se me agria el carácter.»
Resolvió, pues; tomar parte en la siega, aunque pareciera incorrecto con respecto a su hermano, y miráralo la gente como lo mirara.
Por la tarde se fue al despacho, dio órdenes para el trabajo y envió a buscar segadores en los pueblos cercanos, a fin de segar al día siguiente el prado de Vibumo, que era el mayor y el mejor de todos.
–Hagan también el favor de enviar mi guadaña a Tit, para que la afile y me la tenga lista para mañana.
Quizá trabaje yo también –dijo, tratando de disimular su turbación.
El encargado, sonriendo, repuso:
–Bien, señor.
Por la noche, durante el té, Levin dijo a su hermano:
–Como el tiempo parece bueno, mañana empiezo a segar.
–Es muy interesante ese trabajo –dijo Sergio Ivanovich.
–A mí me encanta. A veces he segado yo con los aldeanos. Mañana me propongo hacerlo todo el día.
Sergio Ivanovich, levantando la cabeza, miró a su hermano con atención.
–¿Cómo? ¿Con los campesinos? ¿Igual que ellos? ¿Todo el día?
–Sí; es muy agradable –contestó Levin.
–Como ejercicio físico es excelente, pero no sé si podrás resistirlo –dijo Sergio Ivanovich sin ironía alguna.
–Lo he probado. Al principio parece difícil, pero luego se acostumbra uno. Espero no quedarme rezagado.
–¡Vaya, vaya! Pero dime: ¿qué opinan de eso los aldeanos? Seguramente se burlarán de las manías de su señor.
–No lo creo. Ese trabajo es tan atrayente y a la vez tan difícil que no queda tiempo para pensar.
–¿Y cómo vas a comer con ellos? Porque seguramente no irán a llevarte allí el vino Laffite y el pavo asado.
–No. Vendré a casa mientras ellos descansan.
A la mañana siguiente, Levin se levantó más temprano que nunca, pero las órdenes que tuvo que dar le entretuvieron y, cuando llegó al prado, los segadores empezaban ya la segunda hilera.
Desde lo alto de la colina se descubría la parte segada del prado, con los bultos negros de los caftanes que se habían quitado los segadores cerca del lugar adonde llegaran en la siega de la primera hilera.
A medida que Levin se acercaba al prado, aparecían a sus ojos los campesinos, unos con sus caftanes, otros en mangas de camisa, que, formando una larga hilera escalonada, avanzaban moviendo las guadañas cada uno a su manera. Levin los contó y halló que había cuarenta y tres hombres.