La fonda de la capital de provincia en que estaba Nicolás Levin era una de esas fondas provincianas que se construyen según adelantos modernos, con las mejores intenciones de limpieza, confort y hasta elegancia, pero, que, debido al público que las frecuenta, se convierten en sucias tabernas con pretensiones de modernidad, resultando por ello aún peores que las antiguas fondas en las que nada se hacía para disimular el desaseo.
Ésta había llegado ya a aquel estado. En la entrada, fumando un cigarrillo, estaba un soldado de sucio uniforme que debía de ser el portero; se veía después una escalera de hierro colado, sombría y desagradable, un camarero de expresión desvergonzada, vistiendo un raído frac, una sala con un ramo de flores de cera cubiertas de polvo sobre la vieja mesa. La suciedad, el descuido y el polvo que reinaban por todas partes con, al lado de ello, cierta presunción de modernidad que olía a estación de ferrocarril, produjeron en Levin, por contraste con su vida de recién casado, una penosa impresión, en especial porque la impresión de falsedad que causaba la fonda no estaba en relación con lo que les esperaba.
Resultó como siempre que, después de haberles preguntado de qué precio querían la habitación, no había ninguna buena: una de éstas la ocupaba un revisor del ferrocarril, otra un abogado de Moscú y la tercera la princesa Astafieva, que se había detenido allí de regreso de sus propiedades.
Sólo había disponible una sucia alcoba a cuyo lado les prometieron otra libre para la noche.
Enojado contra su mujer al ver que sucedía lo que había temido, es decir, que en el momento de su llegada, cuando más preocupado estaba por la situación de su hermano, había de ocuparse de ella en vez de precipitarse hacia Nicolás, Levin la acompañó a la habitación que les destinaban.
–Ve, ve –dijo Kitty, en voz baja y tímida, mirándole como si comprendiera su culpa.
Levin salió en silencio y halló en el pasillo a María Nicolaevna, que, informada de que habían llegado, acudía, sin osar entrar. Seguía igual que cuando la vio en Moscú: el mismo vestido de lana, los brazos y la garganta descubiertos, y el mismo rostro bondadoso, con pecas, algo más lleno que antes.
–¿Cómo está? ¿Cómo se siente?
–Muy mal; ya no se levanta. Todo el tiempo le ha estado esperando. Pero usted... su señora...
Como Levin al principio no entendió lo que la inquietaba, ella se explicó:
–Me iré a la cocina –murmuró–. Su señor hermano estará muy contento. Ha oído hablar de la señorita y la conoce de cuando estábamos en el extranjero.
Levin, comprendiendo que le hablaba de su mujer, no supo qué contestar.
–Vamos, vamos –dijo.
Pero apenas dieron un paso, se abrió la puerta de la habitación y apareció Kitty.
Levin se sonrojó de vergüenza a ira contra su mujer, que se ponía y le ponía en situación tan embarazosa.
Maria Nicolaevna se ruborizó más aún. Sofocada, encarnada hasta saltársele las lágrimas, cogió con ambas manos las puntas de su pañuelo y empezó a arrollarlas con sus dedos rojos sin saber qué hacer ni qué decir.
Primero, Levin sólo vio la mirada de ávido interés con que Kitty escudriñaba a aquella mujer, a aquella terrible mujer incomprensible para ella.
Pero eso sólo duró un momento.
–¿Qué, cómo está? –dijo Kitty, dirigiéndose primero a su marido y luego a la mujer.
–El pasillo no es un lugar a propósito para hablar –dijo Levin, mirando con irritación a un hombre que pasaba, muy estirado y al parecer absorto en sus preocupaciones.