XXXIII

208 8 1
                                    

Vronsky experimentó por primera vez un sentimiento de enojo contra Ana por su voluntaria incomprensión de la situación presente, sentimiento que se hacía más vivo por la imposibilidad demexplicarle la causa de su disgusto.

De decir francamente lo que pensaba, habría debido decirle: «Presentarse con ese vestido en unión de la Princesa, tan conocida por todos, significa, no sólo reconocer su papel de mujer perdida, sino, además, desafiar a toda la alta sociedad, es decir, renunciar a ella para siempre.»

Y eso no se lo podía decir.

«Pero, ¿cómo es posible que ella no lo comprenda? ¿Qué le sucede?», se preguntaba Vronsky, sintiendo a la vez que su respeto hacia Ana disminuía tanto como aumentaba su admiración por su belleza.

Con el entrecejo arrugado volvió a su habitación y, sentándose junto a Jachvin –quien, con los pies estirados sobre una silla, bebía coñac con agua de Seltz–, ordenó que le llevaran la misma bebida.

–Volviendo a lo de «Moguchy», el caballo de Lankovsky –dijo Jachvin–, es un buen animal y te aconsejo que lo compres.

Y prosiguió, mirando el rostro grave de su amigo:

–Es un poco caído de grupa, pero de cabeza y de patas no deja nada que desear.

–Creo que lo compraré –repuso Vronsky.

Se interesó en la charla sobre caballos, pero continuamente pensaba en Ana, escuchando sin querer los pasos que sonaban en el corredor y mirando el reloj de la chimenea.

–Ana Arkadievna ha ordenado que les diga que sale para el teatro –dijo el criado, entrando.

Jachvin vertió una copa más de coñac en el agua de Seltz, bebió y se levantó, abrochándose el uniforme.

–¿Vamos? –dijo, sonriendo levemente bajo el bigote y mostrando con su sonrisa que comprendía el descontento de Vronsky, aunque no le daba importancia.

–Yo no voy –repuso Vronsky, serio.

–Yo no puedo dejar de ir. Lo he prometido. Hasta luego, pues. Y, si no, ¿por qué no vas a butacas?

Quédate con la de Krasinsky –dijo Jachvin, saliendo.

–Tengo que hacer.

«La mujer propia da muchas preocupaciones y la que no lo es, más aún», pensó Jachvin, al salir del hotel. Vronsky, una vez solo, se levantó de la silla y se puso a pasear por la habitación.

«Hoy es la cuarta de abono. Eso significa que asistirá todo San Petersburgo. Seguramente estarán allí mi madre y Egor con su mujer.. Ahora Ana entra, se quita el abrigo, aparece en plena luz... Y con ella Tuschkevich, Jachvin, la princesa Bárbara ...» , pensaba Vronsky, imaginando la entrada de Ana en el teatro.

«¿Y yo? O dirán que tengo miedo, o que me he librado en Tuschkevich de la obligación de protegerla.

Por donde quiera que se mire, es absurdo. ¡Absurdo, absurdo! ¿Por qué se empeñará en ponerme en esta situación?», se preguntó, agitando violentamente las manos.

Este ademán le hizo tropezar con la mesita en la que estaba la botella de coñac y el agua de Seltz, y faltó poco para que la derribase.

Al tratar de sostenerla, la hizo caer y, enojado, dio un puntapié a la mesa y llamó al ayuda de cámara.

–Si quieres estar a mi servicio, acuérdate de lo que debes hacer. ¡Que no vuelva a pasar esto! ¡Llévatelo! –dijo al criado que entraba.

El sirviente, sabiendo que la culpa no era suya, trató de justificarse; pero, al mirar a su señor, comprendió por su rostro que valía más callan Así, pues, inclinándose sobre la alfombra, balbuceó unas excusas y comenzó a separar las botellas y copas rotas de las que habían quedado intactas.

Ana KareninaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora