IV

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Durante la parada en una capital de provincia, Kosnichev, en vez de ir a la fonda, se quedó paseando en el andén.

Al pasar la primera vez ante el departamento de Vronsky, vio echada la cortina de la ventanilla, pero la segunda vez distinguió en ella a la anciana Condesa, que le llamó.

–Ya lo ve usted; también hago el viaje. Acompaño a Alexey hasta Kursk.

–Me lo habían dicho –repuso Sergio Ivanovich, parándose ante la ventanilla y mirando al interior–. ¡Qué hermoso rasgo! –añadió, al ver que Vronsky no estaba dentro.

–Sí, pero, ¿qué iba a hacer después de su desgracia?

–¡Qué horrible ha sido! ––exclamó Kosnichev.

–¡No sabe lo que yo he sufrido! Entre, entre... ¡No sabe lo que yo he sufrido! –repitió cuando Sergio Ivanovich se hubo sentado a su lado en el diván–. ¡No puede figurárselo! Alexey pasó seis semanas sin hablar con nadie y sin comer más que cuando yo se lo suplicaba. Era imposible dejarle solo un momento.

Vivíamos en el piso de abajo, y tuvimos cuidado en quitarle todo aquello con que pudiera suicidarse. Pero, ¿quién puede preverlo todo? Ya sabe usted que ya una vez había intentado suicidarse, por ella también... – agregó la anciana, frunciendo las cejas al recordarlo–. Ella ha terminado como debía terminar una mujer así. Incluso eligió una muerte baja, vil...

–No somos nosotros quienes hemos de juzgarla, Condesa –dijo Sergio Ivanovich suspirando–. Pero reconozco que todo eso habrá sido muy penoso para usted.

–¡Horrible! Figúrese que yo estaba en nuestra finca. Y Alexey, ese día, se hallaba en casa. Trajeron una carta. Él escribió la respuesta y la envió. No sabíamos que ella estaba en la estación. Apenas entró en la habitación por la noche, Mary me dice que una señora se había lanzado bajo el tren en la estación. Me pareció que se me caía el mundo encima. ¡Mi primer pensamiento fue que era ella! Lo primero que mandé fue que no se dijese nada a mi hijo. Pero ya se lo habían dicho. Su cochero se encontraba allí y lo había visto todo. Cuando entré en su cuarto, corriendo, él estaba como loco; daba miedo verle. Corrió a la estación sin decir palabra. No sé lo que pasó allí, pero le trajeron a casa como muerto... No le habría usted conocido. El médico dijo: Prostration complète. Luego, casi cayó en la locura. En fin, ¿a qué hablar? –dijo la Condesa haciendo un ademán–. Era un cosa horrible. Diga usted lo que quiera, ella ha obrado como una mala mujer. Pasiones tan desesperadas no conducen a nada bueno. ¿Qué quiso probar con su muerte, quiere usted decírmelo? Se ha perdido a sí misma y ha causado la perdición de dos hombres excelentes: su marido y mi hijo...

–¿Y qué hace su marido? –preguntó Kosnichev.

–Se llevó a la niña. Aliocha, al principio, estaba conforme con todo. Pero ahora le duele mucho haber entregado su hija a un extraño... Y no puede retirar su palabra. Karenin acudió al entierro. Procuramos que no se encontrara con Aliocha. ¡Había de ser tan penoso para él verse con el marido! En cuanto a Karenin la cosa era más soportable, pues la muerte de su esposa le ha dejado libre. En cambio mi pobre hijo lo ha sacrificado todo por ella: el servicio, su madre, su posición... Y ni aun así tuvo ella compasión de él y le aniquiló por completo y deliberadamente. Usted podrá pensar lo que quiera, pero hasta en su muerte se ha mostrado una mala mujer, sin religión, sin nada... Dios me perdone, pero, viendo el estado de mi hijo, no puedo dejar de maldecir su memoria.

–Y él, ¿cómo está ahora?

–Dios nos ha ayudado con esto de la guerra de Servia. Soy una vieja y no entiendo nada de estas cosas, pero estoy segura de que esto lo ha enviado Dios. Claro que, como madre, tengo miedo, y, además, según dicen, ce n'est pas très bien vu à Saint–Petersbourg. Pero, ¿qué vamos a hacer? Sólo esto podia reanimarle.

Su amigo Jachvin perdió su fortuna a las cartas y resolvió ir a Servia. Visitó a mi hijo y le persuadió. Y él ahora está interesado. Hable con mi hijo, se lo ruego. Le alegrará mucho verle. Háblele, por favor... Mire: está paseando por allí...

Sergio Ivanovich contestó que lo haría con mucho gusto y pasó al otro lado del tren.


Ana KareninaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora