En este primer período de su libertad y de su rápida convalecencia, Ana se sentía indeciblemente feliz.
El recordar la desgracia de su marido no estorbaba su felicidad. De una parte, tal recuerdo era demasiado terrible para pensar en él, y de otra, aquella desventura había sido fuente de tanta dicha que no sentía remordimiento.
El recuerdo de cuanto le había sucedido tras la enfermedad, la reconciliación con su esposo, la ruptura, la noticia de la herida de Vronsky, su visita, la preparación del divorcio, la marcha de la casa conyugal, el adiós a su hijo, todo le parecía una pesadilla de la que no despertó sino al hallarse con Vronsky en el extranjero.
El recuerdo del mal causado a su marido le producía un sentimiento como de repugnancia análogo al de quien, ahogándose, lograra desprenderse de otro que se hubiera aferrado a él y viera entonces que el otro se ahogaba. Esto era un mal, pero también la única salvación, y más valía no recordar los terribles detalles.
Un pensamiento consolador acudía a su cerebro al pensar en lo que había hecho al principio de su ruptura con Karenin. Ahora, evocando el pasado, sólo se atenía a este pensamiento: «He causado la inevitable desgracia de ese hombre, pero no me aprovecho de ella, ya que también sufro y sufriré en el futuro al perder lo que más aprecio: mi nombre de mujer honrada y mi hijo. He obrado mal y por eso no quiero el divorcio ni la felicidad, y sufriré mi deshonra y la separación del ser a quien tanto quiero».
Pero, pese a su intenso deseo de sufrir, no sufría ni notaba para nada la deshonra. Con el vivo tacto que ambos poseían, eludían en el extranjero a los rusos, no se ponían nunca en falsas situaciones y siempre hallaban gente que fingía comprender su posición mutua mucho mejor que epos.
La separación de su hijo, a quien tanto quería, tampoco la atormentó demasiado al principio. La niña, hija de Vronsky, era muy graciosa y cautivó su cariño desde que quedó sola con ella, así que rara vez se
acordaba de Sergio.
Su deseo de vivir, acrecido con la convalecencia, era tan fuerte y las condiciones de su vida tan nuevas y agradables, que Ana se sentía inmensamente dichosa.
Cuanto más conocía a Vronsky, más le amaba. Le amaba por sí mismo y por el amor en que él la tenía.
El poseerle por completo colmaba su ventura. Su proximidad le alborozaba. Los rasgos de su carácter, que cada vez conocía mejor, se le hacían más queridos.
Su aspecto físico, muy cambiado al vestir de hombre civil, le era tan atractivo como podía serlo para una joven enamorada. En cuanto hacía, decía o pensaba Vronsky, Ana hallaba algo especial, elevado y noble.
La admiración que sentía por él llegaba a veces a asustarla. Ana trataba de hallar en su amado algo que no fuera agradable. No se atrevía a dejarle ver la conciencia que tenía de su propia insignificancia.
Parecíale que, al verlo, Vronsky había de dejar de amarla más pronto, y ella nada temía tanto como perder su amor, aunque no tenía motivo alguno de temor a este respecto.
No podía dejar de estarle agradecida por su nobleza para con ella, de mostrarle cuánto la respetaba...
Admirábale que, teniendo tanta vocación para las armas, en las que podía haber llegado a ocupar un elevado cargo, hubiera sacrificado su ambición por ella sin mostrar el mas pequeño arrepentimiento.
Vronsky se mostraba más atento y cariñoso que nunca, y la preocupación de que ella no se diera cuenta de la irregularidad de su situación no le abandonaba jamás.
Él, tan enérgico en su trato con ella, no sólo no la contrariaba nunca, sino que parecía no tener voluntad y ocuparse únicamente de cumplir sus deseos. Y Ana, aunque la intensidad de la atención que le consagraba, la atmósfera de cuidados en que la envolvía, llegaran, a veces, a fatigarla, no podía dejar de agradecérselo.
En cuanto a Vronsky, aunque se había realizado lo que deseara por tanto tiempo, no era feliz. No tardó en advertir que la realización de sus deseos no le procuraba más que un grano de la montaña de dicha que esperó. ¡Eterna equivocación del hombre que espera la felicidad del cumplimiento de sus anhelos! Al principio de unirse Vronsky a Ana y vestir el traje civil, sintió el atractivo de una libertad general que antes no conocía, así como la libertad en el amor, y fue feliz, mas por poco tiempo.
En breve sintió nacer en su alma el deseo de los deseos: la añoranza. Involuntariamente se asía a todos los caprichos pasajeros considerándolos como deseo y fin. Tenía que ocupar en algo las dieciséis horas hábiles del día, ya que vivían en plena libertad, fuera del círculo de vida social que ocupara su tiempo en San Petersburgo.
Era imposible pensar en las distracciones de soltero que en sus anteriores viajes fuera de su patria había buscado siempre, ya que un solo ensayo produjo en Ana, al retrasarse él en la cena con los amigos, una insólita tristeza.
Resultaba imposible relacionarse con la sociedad local y rusa por la situación equivoca en que estaban.
Visitar las curiosidades del país, aparte de que las habían va visto todas, no tenía para él, hombre inteligente y ruso, la inexplicable importancia que le dan los ingleses.
Así como un animal hambriento coge cualquier objeto que halla esperando encontrar alimento en él, Vronsky, sin darse cuenta, se asía, ya a la política, ya a los libros nuevos, ya a los cuadros.
Como en su juventud había mostrado alguna aptitud para la pintura y, no sabiendo en qué gastar su dinero, había empezado a coleccionar grabados, ahora se entregó a aquella afición, poniendo en ella su voluntad sin objetivo que necesitara satisfacerse.
Tenía el don de comprender el arte a imitarlo con buen gusto. Pensando poseer facultades de pintor, meditó en la clase de pintura por la cual optaría: religiosa, histórica, de costumbres o realista, y, tras corta vacilación, empezó a trabajar.
Comprendía todos los estilos y era capaz de interesarse por uno a otro, pero no le era posible comprender que era preciso ignorar las diversas clases que hay de pintura a inspirarse únicamente en lo que brota del alma, sin preocuparse del género a que perteneciera. Desconociendo esto, Vronsky, al pintar, no se inspiraba en la vida, sino en el medio de vida ya delimitado por el arte. Así se inspiraba rápidamente y con suma facilidad, y pronto y sin dificultad conseguía que lo que pintaba se pareciese al género pictórico deseado.
Le gustaba, más que ninguna, la escuela francesa, graciosa y efectista, y en tal estilo comenzó a pintar el retrato de Ana en traje italiano. El retrato pareció excelente a cuantos lo vieron y también a él.