XVIII

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–Tengo que hablarte también de otro asunto –dijo Esteban Arkadievich después de un silencio–. Ya lo debes adivinar... de Ana.

Cuando Oblonsky pronunció el nombre de su hermana, el rostro de Alexey Alejandrovich mudó completamente de color y, en vez de con la animación que expresaba, se cubrió con una máscara de fatiga y de inmovilidad.

–Concretamente, ¿qué queréis de mí? –preguntó Karenin, volviéndose en su butaca, cerrando sus pincenez y mirando a su interlocutor.

–Una decisión, sea la que sea, Alexey Alejandrovich. Me dirijo a ti no como... como... –«Como a un marido ofendido» iba a decir Esteban Arkadievich, pero temió herir la susceptibilidad de su cuñado, y sustituyó estas palabras por « como a un hombre de Estado», y, al fin, no pareciéndole bien tampoco ésta, dijo:

–Me dirigio a ti como a un hombre, un hombre bueno y un sincero cristiano. Debes tener compasión de ella.

–¿Y en qué? –preguntó en voz baja Karenin.

–Sí, debes tener compasión de ella. Si la hubieses visto como yo, que he pasado un invierno con ella, el alma se te llenaría de piedad. Su situación es verdaderamente terrible... Sí, terrible... –insistió.

–Creía –contestó Karenin, con voz más segura, casi chillona– que Ana Arkadievna había conseguido lo que quería y se buscó ella misma...

–¡Alexey Alejandrovich, por favor! Dejemos las recriminaciones. Lo hecho hecho está y sabes muy bien que lo que ella desea y espera es el divorcio.

–Yo suponía que Ana Arkadievna renunciaba al divorcio en el caso de quedarme yo con el chico. El silencio equivaldría, pues, a una respuesta, y ya daba este asunto por terminado –––dijo casi gritando Karenin.

–Por favor, no te acalores –repuso Esteban Arkadievich, dando unas palmaditas afectuosas en las rodillas de su cuñado–. El asunto no está terminado. Si me lo, permites, haré una recapitulación de él: Cuando os separasteis, te portaste con tanta grandeza de alma, dándole la libertad, el divorcio, todo .... que Ana se sintió conmovida por tu generosidad... Sí, conmovida; no lo dudes. Se sintió así hasta el punto de que en los primeros momentos, viéndose culpable ante ti, no pudo pensar y no pensó en detalles, y fue cuando renunció a todo. Pero la realidad, el tiempo, le han mostrado que su situación es dolorosa, insoportable.

–La situación de Ana Arkadievna no puede interesarme ––contestó Karenin levantando la vista y fijándola, fría y severa, en Esteban Arkadievich.

–Permíteme que no lo crea –replicó suavemente Oblonsky–. Su situación –continuó– es agobiadora para ella y no ofrece ventaja alguna a nadie. Me dirás que se la ha merecido... Ana lo reconoce, y precisamente por eso no te lo pide directamente; no se atreve a hacerlo. Pero yo, todos sus parientes, todos los que la queremos, te lo rogamos. ¿Por qué atormentarla tanto? ¿Qué ganas con eso?

–Perdóname, pero me parece que me pones en el lugar del acusado –interrumpió Alexey Alejandrovich.

–No, no, nada de esto –dijo Esteban Arkadievich dándole palmaditas cariñosas en la mano, como si estuviera seguro de que con este rasgo de afecto ablandaría a su cuñado–. Yo sólo lo digo: su posición es penosa. Tú puedes aliviarla sin perder nada por tu parte. Yo arreglaré las cosas de tal modo que no te darás cuenta de nada. Pero, ¡si lo habías prometido

–La promesa fue hecha antes y yo pensaba que la cuestión del hijo lo arreglaría todo. Además, esperaba que Ana Arkadievna tendría la suficiente grandeza de alma... –dijo Alexey Alejandrovich con gran dificultad, con voz temblorosa y poniéndose intensamente pálido.

–Ella lo confía todo a tu magnanimidad –insistió Esteban Arkadievich–. Sólo pide, ruega, suplica, una cosa: que la saquen de la situación insoportable en que se encuentra. Ahora ya no pide que le devuelvas su hijo. Alexey Alejandrovich, tú eres un hombre bueno. Ponte por un momento en su lugar. El divorcio es para ella cuestión de vida o muerte. Si no lo hubieras prometido antes, ella se habría conformado con la situación en que está y habría ajustado a ella su vida, viviendo en el campo. Pero tú lo prometiste, ella lo ha escrito y se ha trasladado a Moscú, donde cada encuentro con un antiguo amigo o conocido es para ella como un puñal en el pecho. Y lleva seis meses así, esperando cada día tu decisión, como un condenado a muerte que tuviera durante meses y meses la cuerda arrollada al cuello, prometiéndole ya la muerte, ya el indulto. Ten compasión de ella y yo me encargo de arreglarlo todo de modo que no tengas perjuicios, ni sufrimientos, ni molestias. Vos scrupules...

–No hables de esto, no hables de esto –le interrumpió con gesto de asco Alexey Alejandrcvich–. Lo que ocurre es que acaso prometí lo que no podía prometer.

–¿Así lo niegas, pues, a cumplirlo?

–Nunca he rehusado cumplir mis compromisos en todo lo que me es posible, pero necesito tiempo para reflexionar, para ver si lo que he prometido está dentro de lo posible.

–No, Alexey Alejandrovich –dijo Oblonsky, levantándose airadamente–. No quiero creerlo... Ana es todo lo desgraciada que puede ser una mujer y tú no puedes rehusarle lo que te pide y le prometiste. En tal caso...

–Se trata de saber si podía o no prometerlo... Vous professez d'étre un libre penseur... Pero yo, como un hombre que tiene fe, no puedo, en una cuestión tan transcendental, obrar contra la ley cristiana.

–Pero en las sociedades cristianas, entre nosotros, a lo que sé, el divorcio está permitido –repuso Esteban Arkadievich–. El divorcio está permitido por nuestra Iglesia. Y vemos...

–Está permitido, pero no en este aspecto...

–Alexey Alejandrovich, no lo reconozco –dijo Oblonsky con dureza. Y, tras un pequeño silencio durante el cual reflexionó sobre la situación que creaba la negativa de Karenin–: ¿No eras tú quien lo perdonó todo –siguió en tono persuasivo– (y nosotros te lo supimos apreciar y agradecer) y el que, movido por un sentimiento cristiano, estaba pronto a todos los sacrificios? ¿No eras tú el que dijiste: «Cuando te pidan la camisa, da el caftán»? Y ahora...

–Ahora te ruego que no hables más de esto. Terminemos nuestra conversación –contestó Alexey Alejandrovich levantándose de repente, muy pálido, temblándole la mandiíbula inferior y con voz lastimera.

–¡Ah! Bien. Te ruego que me perdones si te he causado dolor ––dijo Esteban Arkadievich con sonrisa equívoca y alargándole la mano–. Por mi parte, no he hecho más que cumplir fielmente lo que se me había encargado.

Alexey Alejandrovich le dio la mano, quedó pensativo unos momentos y le dijo:

–Debo reflexionar y buscar consejo. Pasado mañana haré saber mi respuesta definitiva.


Ana KareninaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora