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El pintor Mijailov estaba trabajando, como de costumbre, cuando le llevaron las tarjetas del conde Vronsky y de Golenischev. Por la mañana no se había movido de su estudio, trabajando en su gran lienzo.

De vuelta a su casa, se enfadó con su mujer por no haber sabido ésta contestar adecuadamente a la dueña de la casa, que pedía el dinero del alquiler.

–¡Ya lo he dicho veinte veces que no tienes que darle explicación alguna! Eres una tonta rematada, pero lo eres todavía más cuando te pones a explicarte en italiano –dijo, después de una larga disputa.

–Pues no dejes pasar tanto tiempo sin pagar. Yo no tengo la culpa. Si hubiera tenido dinero...

–¡Déjame en paz, por Dios! –exclamó Mijailov con voz lastimera.

Y, tapándose los oídos con las manos, se fue a su cuarto de trabajo, tras el tabique, y cerró la puerta, diciéndose que su mujer era una necia.

Se sentó a la mesa, abrió la carpeta y empezó a dibujar con extraordinaria animación.

Nunca trabajaba con tanto ardor y acierto como cuando la suerte le era adversa y, sobre todo, como cuando discutía con su mujer.

«¡Quisiera desaparecer!», pensaba, mientras continuaba su tarea.

Estaba dibujando la figura de un hombre encolerizado. Ya había hecho el dibujo antes, pero no había quedado contento de él.

«No, el otro era mejor. ¿Dónde estará?»

Salió de su cuarto con aspecto sombrío y, sin mirar a su esposa, preguntó a la niña mayor dónde estaba el papel que les había dado.

El papel con el dibujo desdeñado apareció, pero sucio y manchado de estearina. No obstante, Mijailov tomó el dibujo, lo puso en la mesa, se apartó y lo miró entornando los ojos.

De pronto sonrió y agitó alegremente las manos.

–¡Esto es, esto! –exclamó.

Y, cogiendo el lápiz, empezó a dibujar con gran entusiasmo. La mancha de estearina daba al hombre una nueva actitud.

Mientras trazaba aquella nueva actitud, recordó de pronto el rostro enérgico, de saliente barbilla, del comerciante a quien compraba los cigarros, y Mijailov dio aquel rostro y aquella barbilla a la figura que dibujaba. Una vez hecho, rió con júbilo. De repente, la figura, antes muerta y artificial, cobraba vida y se le aparecía con carácter tan definido que no podía pedirse más.

Cabía, no obstante, corregir el dibujo según las exigencias de la figura; podíase y se debía abrir más las piernas, cambiar del todo la posición del brazo izquierdo, descubrir la frente levantando algo los cabellos.

Al hacer tales correcciones, no cambiaba, sin embargo, la figura, sino que prescindía de lo que la ocultaba.

Era como si le quitase los celos que la envolvían y la hacían imprecisa.

Cada nueva línea que trazaba el pintor daba más relieve a la figura, mostrándola en todo su vigor, tal como se le apareciera de pronto bajo la mancha de estearina.

Cuando, cuidadosamente, daba la última mano al dibujo, le llevaron las tarjetas.

–Voy en seguida...

Se acercó a su mujer.

–Mira, Sacha, no te enfades –dijo, sonriendo con dulce timidez–. La culpa ha sido de los dos. Ya lo arreglaré todo.

Y, después de reconciliarse con su esposa, se vistió el abrigo color de aceituna con cuello de terciopelo, se puso el sombrero y marchó al estudio.

La figura que, al fin, había conseguido fijar sobre el cartón quedaba olvidada. Ahora, la visita de aquellos rusos distinguidos, que habían llegado en coche a su estudio le tenía alegre y agitado.

De aquel cuadro suyo, colocado en un caballete en el estudio, Mijailov, en el fondo de su alma, tenía una sola opinión: que nadie había pintado nunca un cuadro semejante. No creía que valiese más que los de Rafael, pero sí que lo que él quería expresar en el lienzo nadie lo había expresado aún.

Esta convicción estaba firmemente arraigada en su ánimo desde hacía mucho tiempo, desde que lo empezara a pintar, pero, a pesar de ello, la opinión ajena, fuese la que fuese, tenía para él una enorme importancia y despertaba en su alma una emoción muy viva.

La más leve observación que le demostrara que los críticos veían una mínima parte de lo que él encontraba en su cuadro le agitaba hasta lo más profundo de su ser. En general atribuía a sus jueces más capacidad de comprensión que la que él poseía, y siempre esperaba que, en sus palabras, había de descubrir algo que él no había podido ver en su cuadro.

Se acercó con paso rápido a la puerta del estudio, y, a pesar de su emoción, la figura suavemente iluminada de Ana, que estaba a la sombra de la entrada, escuchando las animadas explicaciones de Golenischev, mientras trataba de dirigir una mirada al pintor que se aproximaba, hizo en éste una viva impresión.

Sin que ni él mismo se diera cuenta, Mijailov captó y asimiló toda la gracia de aquella figura, como cazara al vuelo la barbilla del vendedor de cigarros, guardándola en el rincón de su cerebro de donde había de extraerla cuando la necesitó.

Los visitantes, ya desilusionados por lo que Golenischev les contara del pintor, quedaron aún más decepcionados ante su aspecto.

De mediana estatura, corpulento, de andar balanceante y amanerado, Mijailov, con su sombrero castaño y su abrigo color de aceituna, con sus pantalones estrechos cuando hacía tiempo que se llevaban anchos, producía una impresión que la vulgaridad de su ancho rostro y la mezcla de timidez y pretensiones de dignidad que se pintaban en él hacían aún más desagradable.

–Hagan el favor –les dijo, tratando de adoptar un aire indiferente, mientras hacía pasar a sus visitantes y les abría la puerta del estudio.



Ana KareninaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora