XI

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Cuando Levin y Oblonsky entraron en casa del aldeano donde Levin solía parar, ya se hallaba allí Veselovsky.

Sentado en el centro de la habitación y asiéndose con ambas manos al banco en que se sentaba, reía con su risa contagiosa, mientras el hermano de la dueña, un soldado, tiraba de sus botas llenas de cieno tratando de quitárselas.

–He llegado ahora mismo. Ils ont été charmants. Me han dado de beber, de comer... ¡Y qué pan! Délicieux! Tienen un vodka tan bueno como nunca lo he bebido. ¡No quisieron aceptarme dinero! Y no cesaban de decirme que no me ofendiera.

–¿Por qué iban a aceptarle dinero? ¿No le han convidado? ¿Acaso tienen el vodka para venderlo? –dijo el soldado, logrando al fin sacar la bota ennegrecida.

A pesar de la suciedad de la vivienda, manchada por las botas de los cazadores y por los perros enfangados, que se lamían mutuamente; a pesar del olor mixto de ciénaga y pólvora que llenó la casa; a pesar de la falta de cuchillos y tenedores, los amigos tomaron el té y cenaron con el agrado con que sólo se come cuando se está de caza.

Una vez aseados, se dirigieron al pajar, ya bien barrido, donde los cocheros les habían improvisado camas.

Después de fluctuar sobre perros, escopetas y recuerdos e historias de caza, la conversación se centró en un tema interesante para todos.

Vaseñka exteriorizó su entusiasmo sobre aquella noche pasada en un pajar, entre el olor del heno, el encanto del carro roto –que así se lo parecía, porque le habían bajado la delantera para convertirlo en lecho–, entre los simpáticos campesinos que le invitaran a vodka y los perros que se tendían cada uno al pie de la cama de su amo. Oblonsky contó después la deliciosa cacería en que participara el verano anterior en las tierras de Maltus.

Maltus era una conocida personalidad de las compañías de ferrocarriles que poseía una gran fortuna.

Esteban Arkadievich habló de las marismas que el tal personaje tenía arrendadas en la provincia del Tver, de cómo aguardó a los invitados, de los dogcarts en que les llevó y de la tienda cercana al pantano en que estaba preparado el almuerzo.

–Yo no comprendo –––dijo Levin, incorporándose sobre su montón de heno– cómo no te repugna toda esa gente. Reconozco que la comida con vino Laffitte es muy grata, pero, ¿no te disgusta ese lujo en tales personas? Toda esa gente gana el dinero como lo ganaban en otro tiempo nuestros arrendatarios de aguardientes, y se burlan del desprecio público porque saben que sus riquezas mal adquiridas les salvarán, al fin y al cabo, de este desprecio.

–Tiene usted razón. ¡Mucha razón! –exclamó Veselovsky–. Cierto que Oblonsky va a sitios así por bonhomie, pero no falta quien diga: Puesto que Oblonsky va...

–No es eso –y Levin adivinaba en la oscuridad que Oblonsky sonreía al hablar de aquello–. No considero ese medio de ganar dinero menos honrado que el de nuestros campesinos, comerciantes o nobles. Unos y otros se han hecho ricos con su trabajo y su inteligencia...

–¿Qué trabajo? ¿El de obtener una concesión y revenderla?

–Trabajo es, ya que, si no existieran personas como Maltus y otros parecidos, no tendríamos aún ferrocarriles.

–Pero no es un trabajo comparable con el de un campesino o el de un sabio.

–Admitámoslo; pero es un trabajo, puesto que su actividad produce frutos: los ferrocarriles. Claro, que tú crees que los ferrocarriles son inútiles.

–Eso es otra cosa. Estoy dispuesto a reconocer su utilidad. Pero toda ganancia desproporcionada al trabajo hecho es deshonrosa.

–¿Quién puede definir en eso las proporciones justas?

Ana KareninaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora