Después del almuerzo, Levin ocupó otro lugar en la siega, entre un viejo burlón, que le pidió que se pusiera a su lado, y un joven que se había casado en otoño y segaba aquel verano por primera vez.
El viejo, muy erguido, con las piernas abiertas y firmes, manejaba la guadaña como si jugase, con un movimiento recio y acompasado que parecía no costarle mayor esfuerzo que el de mover los brazos al andar, y amontonaba haces altos de hierba y todos iguales. Dijérase que no era él, sino su guadaña sola, la que segaba la jugosa hierba.
Tras Levin seguía el joven Michka. Su rostro juvenil y agradable, con los cabellos ceñidos por hierbas entrelazadas, mostraba el esfuerzo que le costaba la faena. Pero en cuanto le miraban sonreía. Se notaba que habría preferido morir a mostrar debilidad.
Levin iba entre ambos. A la hora de más calor, el trabajo no le pareció tan difícil. El sudor que le bañaba le producía cierto frescor y el sol que le quemaba las espaldas, la cabeza, los brazos, arremangados hasta el codo, le daba más vigor y más tenacidad en el esfuerzo. Cada vez eran más frecuentes los momentos en que trabajaba como sin darse cuenta, y la guadaña parecía entonces que segase por sí sola. Eran momentos de dicha, más dichosos aún cuando, al acercarse al río en el que terminaba el prado, el viejo secaba la guadaña con la hierba espesa y húmeda, lavaba el acero en el río y, llenando de agua su botijo, se lo ofrecía a Levin.
–¿Qué me dice usted de mi kwass? ¡Es bueno! ¿Eh? ––decía el viejo guiñando el ojo.
Y, efectivamente, nunca había tomado Levin bebida más agradable que aquel agua tibia en la que flotaban hierbas y con el regusto del hierro oxidado del botijo.
Luego seguía el agradable y lento paseo, con la guadaña en la mano, durante el cual podía enjugarse el sudor, respirar a pleno pulmón, contemplar la amplia línea de los segadores, mirar el bosque, el campo, cuanto le rodeaba...
Cuanto más trabajaba, más frecuentes eran en él los momentos de olvido total en los cuales no eran los brazos los que llevaban la guadaña, sino que era ésta la que arrastraba tras sí en una especie de inconsciencia todo el cuerpo pletórico de vida. Y, como por arte de magia, sin pensar en él, el trabajo más recio y perfecto se realizaba como por sí solo. Aquellos momentos eran los más felices.
En cambio, cuando se hacía preciso interrumpir aquella actividad inconsciente para segar alguna prominencia o agacharse para arrancar una mata de acedera, el retorno a la realidad se hacía más penoso. El viejo lo hacía sin dificultad. Cuando hallaba algún pequeño ribazo, afirmaba el talón y, de unos cuantos golpes breves, segaba con la punta de la guadaña ambos lados del saliente. Mientras lo hacia así, no apartaba, sin embargo, un momento la atención de lo que había ante él, y ora arrancaba algún fruto silvestre y lo comía o lo ofrecía a Levin, ora separaba una rama con la punta del pie, ora contemplaba un nido del cual, bajo la misma guadaña, salía volando alguna codorniz, o bien cogía con la hoja, como con un tenedor, alguna culebra que encontraba en su camino, la mostraba a Levin y la arrojaba lejos de allí.
Para Levin, así como para el joven que trabajaba a sus espaldas, tales cambios de movimiento se hacían muy difíciles. Los dos, una vez hallada la forma adecuada de moverse, se embebían en el ardor del trabajo y eran incapaces de modificar el ritmo y observar a la vez lo que había ante ellos y segar.
Levin no reparaba en el tiempo que transcurría. Si le hubisen preguntado cuántas horas llevaba trabajando, habría contestado que apenas media, cuando en realidad había llegado ya la hora de comer.
Volviendo por el lado segado ya, el viejo señaló a Levin varios niños de ambos sexos que, por todas partes, incluso por el sendero, aunque apenas visibles entre las altas hierbas, se acercaban a los segadores llevando saquitos con panes y jarros de kwass sujetos con cintas que apenas podían sostener.