En la conversación que se había iniciado sobre los derechos de la mujer, surgían puntos delicados, relativos a la desigualdad que existía entre los cónyuges en el matrimonio, cuestiones que era difícil tratar en presencia de las señoras. Peszov durante la comida tocó más de una vez aquellos puntos, pero Sergio Ivanovich y Esteban Arkadievich desviaron siempre con mucho tacto la conversación.
Cuando se levantaron de la mesa y las señoras salieron del comedor, Peszov no las siguió y se dirigió a Karenin exponiéndole el motivo esencial de aquella desigualdad, que consistía, según él, en que las infidelidades de marido y mujer se castigan de modo distinto por la ley y por la opinión pública.
Esteban Arkadievich se acercó precipitadamente a su cuñado ofreciéndole tabaco.
–No fumo –repuso Karenin con calma.
–Creo que las bases de esa opinión están en la esencia misma de las cosas –dijo.
E intentó pasar al salón, pero en aquel momento Turovzin le habló inesperadamente.
–¿Sabe usted lo de Prianichnikov? –preguntó, sintiéndose animado ya por el champaña a romper el silencio en que hacía rato permaneciera–. Me han contado –siguió, sonriendo bonachonamente con sus labios húmedos y rojos y dirigiéndose a Karenin, como invitado de más respeto– que Vasia Prianichnikov se ha batido en Tver con Kritsky y le ha matado.
Oblonsky observaba que, así como todos los golpes van siempre al dedo lastimado, hoy todo iba a parar al punto dolorido de Karenin. Trató de llevarle fuera, pero su cuñado preguntó:
–¿Por qué se ha batido Prianichnikov?
–Por culpa de su mujer. ¡Se comportó como un hombre! Desafió al otro y le mató.
–¡Ah! –murmuró Alexey Alejandrovich. Y arqueando las cejas pasó al salón.
–Me alegro de que haya venido hoy –dijo Dolly, que le encontró en la pequeña antesala contigua–.
Quiero hablarle. Sentémonos aquí.
Karenin, siempre con aquella expresión indiferente que le daban sus cejas arqueadas, sonrió y se sentó junto a Daria Alejandrovna.
–Muy bien –dijo–, porque precisamente quería pedirle perdón por no haberla visitado antes y despedirme de usted. Me voy de viaje mañana.
Dolly creía en la inocencia de Ana y en su palidez se adivinaba que estaba irritada contra aquel hombre frío a indiferente que con tanta tranquilidad iba a causar la ruina de su inocente cuñada.
–Alexey Alejandrovich –dijo, con desesperada decisión mirándole a los ojos–. Le he preguntado por Ana y no me ha contestado. ¿Cómo está?
–Creo que bien, Daria Alejandrovna –contestó Karenin sin mirarla.
–Perdone, Alexey Alejandrovich. No tengo derecho a... Pero quiero y respeto a Ana como a una hermana. Le pido... le ruego que me diga lo que ha pasado entre ustedes. ¿De qué la acusa?
Karenin arrugó el entrecejo, entornó los ojos a inclinó la cabeza.
–Supongo que su marido le habrá explicado los motivos por los cuales quiero cambiar mis relaciones con Ana Arkadievna –dijo, siempre sin mirar a Dolly, y dirigiendo la vista sin querer al joven Scherbazky, que pasaba por el salón.
–No creo, no puedo creer que... –pronunció Dolly, uniendo sus manos huesudas en un ademán enérgico–. Aquí nos molestarán. Pase a este otro cuarto, haga el favor –dijo, levantándose y poniendo la mano en la manga de Karenin.
La emoción de Dolly influyó en Alexey Alejandrovich. Levantándose, la siguió sumisamente al cuarto de estudio de los niños.
Se sentaron ante la mesa cubierta de hule rasgado por todas partes por los cortaplumas.