XXVI

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–Kapitonich –dijo Sergio, colorado y alegre, al volver de pasear la víspera del día de su cumpleaños, entregando su poddievska al viejo portero, que le sonreía desde lo alto de su estatura–––. ¿Ha venido hoy aquel empleado de la mejilla vendada? ¿Le ha recibido papá?

–Le recibió, señorito. En cuanto salió el secretario, le anuncié –dijo el portero, guiñando jovialmente el ojo–. Déjeme que le ayude a quitarse...

–Sergio –dijo el preceptor eslavo, parándose en la puerta que dabs a las habitaciones interiores–. Quítese usted mismo los chanclos.

Aunque Sergio oyó la voz débil del preceptor, no le hizo caso. De pie, agarrándose al cinturón del portero agachado, le miraba el rostro.

–¿Y le concedió papá lo que necesitaba?

Kapitonich hizo con la cabeza una señal afirmativa.

Tanto Sergio como el portero se interesaban por aquel empleado, que había ido allí ya siete veces a pedir no se sabía qué a Alexey Alejandrovich. El niño le había encontrado en el vestíbulo y oyó cómo suplicaba con voz lastimera al portero que le anunciase, diciendo que a él y a sus hijos no les quedaba otro recurso que dejarse morir.

Sergio encontró al funcionario otra vez y, a partir de entonces, se interesó por él.

–¿Y estaba muy alegre? –preguntó.

–Figúrese. Salía casi saltando...

–¿Han traído algo? –preguntó Sergio, después de una pausa.

–Una cosa de la Condesa, señorito –dijo el portero en voz baja.

Sergio comprendió en seguida que aquello de que hablaba el portero era el regalo que Lidia Ivanovna le hacía por su cumpleaños.

–¿Dónde está?

–Korney se lo llevó a papá. Debe de ser una cosa muy buena.

–¿Cómo es de grande? ¿Así?

–Algo menos, pero muy buena...

–¿Un libro?

–No, otra cosa... Ande, ande; le está llamando Basilio Lukich ––dijo el portero, oyendo los pasos del preceptor, que se acercaba, y librándose suavemente de la manita calzada a medias con un guante azul, que se asía a su cinturón, y señalando con la cabeza a Lukich.

–Voy en seguida, Basilio Lukich –dijo Sergio con la sonrisa alegre y afectuosa que desarmaba siempre al severo preceptor.

Sergio estaba demasiado alegre; se sentía demasiado feliz para no compartir con el portero la satisfacción familiar de que le había informado en el jardín de Verano la sobrina de la condesa Lidia Ivanovna.

Tal alegría le parecía particularmente importante, sobre todo por coincidir con la del humilde funcionario y la que le proporcionaba la idea de los juguetes que le habían traído. A Sergio le parecía que en este día todos habían de estar alegres y satisfechos.

–¿Sabes que papá ha recibido la condecoración de Alejandro Nevsky?

–Sí. Ya han venido a felicitarle.

–¿Y está contento?

–¡Cómo no va a estar contento recibiendo esa condecoración del Zar? Eso significa que lo merece – repuso el portero, severo y grave.

Sergio quedó pensativo y escudriñó el conocido rostro del portero hasta en sus menores detalles, en especial su barbita entre las dos patillas, en la que nadie reparaba excepto Sergio, que la miraba siempre desde abajo.

–¿Hace mucho que no te visita tu hija?

La hija del portero era bailarina en el Teatro Imperial.

–Entre semana no puede venir. También ellas estudian. Y usted tiene que estudiar igualmente. Váyase, señorito.

Entrando en la habitación, Sergio, en vez de sentarse a estudiar, expresó al maestro su suposición de que lo que le habían regalado debía de ser una máquina.

–¿Qué piensa usted? –le preguntó.

Basilio Lukich sólo pensaba que tenía que estudiar la lección de gramática, porque el profesor llegaba a las dos.

–Dígame, Basilio Lukich –suplicó el niño, ya sentado a la mesa de estudio, con el libro en la mano–: ¿qué condecoración hay más importante que la de Alejandro Nevsky? ¿Sabe usted que se la han otorgado a papá?

Basilio Lukich contestó que la condecoración superior era la de Vladimiro.

–¿Y más que ésa?

–La de Andrés Pervosvanny es superior a todas.

–¿Y no hay otra más alta?

–No lo sé.

–¿Cómo? ¿Tampoco usted lo sabe?

Sergio, apoyando los codos en la mesa, quedó pensativo.

Sus pensamientos eran complejos y varios. Imaginaba que su padre iba a recibir de repente las condecoraciones de Andrés y Vladimiro y que, en consecuencia, se mostraría mucho más indulgente para la lección de hoy; pensaba que cuando fuera mayor, recibiría él también todas aquellas condecoraciones y asimismo las que se crearan superiores a la de Andrés. Apenas las crearan, Sergio las merecería. Y si las creaban más altas aún, también él había de obtenerlas al punto.

Pensando así pasó el tiempo y, cuando llegó el profesor, la lección de tiempo, lugar y modo no estaba estudiada, y el profesor quedó, no sólo descontento, sino hasta triste, ya que hizo afligirse al niño.

No se creía culpable de no haber estudiado la lección, ya que, a pesar de todo su deseo, no había podido hacerlo.

Mientras su maestro había estado con él, parecíale comprender; pero en cuanto quedó solo no pudo recordar ni entender más que una frase tan breve y obvia como que «de repente» era un modo adverbial; pero comprendió, en todo caso, que había disgustado al maestro.

Escogió un momento en que el profesor miraba, en silencio, el libro.

–Mijail Ivanovich, ¿cuándo es su santo? –le preguntó bruscamente.

–Mejor sería que atendiese usted a sus lecciones. El día del santo de uno no tiene importancia para una persona inteligente. Es un día como otro cualquiera en el que hay que trabajar como siempre.

Sergio miró atentamente al profesor, examinó su barba rala, sus lentes que descendían más abajo de la señal que le hacían sobre la nariz, y quedó tan hundido en sus reflexiones que no entendió ya nada de lo que le explicaba.

Se hacía cargo de que el profesor no pensaba lo que decía, y lo adivinaba por el tono en que habían sido pronunciadas aquellas palabras.

«¿Por qué se habrán puesto todos de acuerdo en hablar de un modo aburrido a inútil? ¿Por qué me rechaza? ¿Por qué no me quiere?»

Así se preguntaba con tristeza sin hallar contestación.



Ana KareninaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora