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Vaseñka apresuró tanto a los caballos que llegaron a las marismas demasiado pronto, con mucho calor aún.

Al acercarse a los grandes pantanos objetivo principal de los cazadores, Levin pensó, inconscientemente, en el modo de deshacerse de Vaseñka y cazar solo, sin estorbos. Oblonsky parecía desear lo mismo. En su rostro, Levin leyó la preocupación propia de todo verdadero cazador antes de empezar la caza, así como cierta expresión de bondad maliciosa peculiar en él.

–¿Cómo nos distribuimos? –preguntó Esteban Arkadievich–. El lugar es magnífico y veo que hasta hay buitres en él –añadió señalando varias grandes aves que volaban en círculo sobre las marismas–. Donde hay buitres, hay caza.

–Escuchen ––dijo Levin con gravedad, arreglándose las altas botas y repasando los gatillos de su escopeta–. ¿Ven aquel islote?

Señalaba uno que destacaba por su oscuro verdor sobre el vasto prado húmedo, a medio segar, que se veía a la derecha del río.

–Las marismas empiezan ante nosotros, aquí mismo, ¿ven?, donde se ve ese verdor, y se extienden hacia la derecha, allí donde están los caballos. Allí, en aquellos montículos de tierra, hay fúlicas, y también en torno al islote, junto a aquellos álamos, y hasta en las cercanías del molino, ¿ven?, allí donde forma como una pequeña ensenada... Ese sitio es el mejor. Allí cacé una vez diecisiete fúlicas. Nos encontraremos junto al molino.

–¿Quién sigue la derecha y quién la izquierda? –preguntó Oblonsky–. Puesto que el lado derecho es más ancho, id los dos por él y yo seguiré el izquierdo –dijo con tono indiferente en apariencia.

–¡Muy bien! Vayamos por aquí y cazaremos a gusto. ¡Vamos, vamos! –exclamó Vaseñka.

Levin no tuvo más remedio que acceder y ambos se separaron de Oblonsky.

Apenas entraron en las marismas, los dos perros comenzaron a correr y buscar ahí donde los matorrales eran más espesos. Por el modo de husmear de «Laska» , lenta a indecisa, Levin comprendió que no tardarían en ver levantarse una bandada de aves.

–Veselovsky: vaya a mi lado ––dijo en voz baja, al compañero que chapoteaba detrás, y cuya dirección del arma, después del disparo involuntario en el pantano de Kolpensoe, era natural que interesara a Levin.

–No tema que dispare sobre usted...

Pero Levin lo pensaba así sin poder evitarlo, y recordaba las palabras de Kitty al despedirse:

–No vayáis a mataros uno a otro sin querer...

Los perros se acercában cada vez más, muy apartados entre sí y cada uno en una dirección.

La espera era tan intensa que Levin confundió con el graznar de un ave el chapoteo de su propio tacón al sacarlo del barro, y apretó el cañón del arma.

«¡Cua, cua!», sintió encima de su cabeza.

Vaseñka disparó contra un grupo de patos silvestres que revoloteaban sobre las marismas y que se acercaron de repente a los cazadores.

Apenas Levin tuvo tiempo de volver la cabeza cuando se levantó una chocha, luego otra, después una tercera y, en fin, hasta ocho piezas que se elevaron sucesivamente.

Oblonsky mató una al vuelo, cuando el animal iba a describir su zigzag, y el ave cayó como un bulto informe en el barrizal.

Sin precipitarse, Esteban Arkadievich apuntó a otra que volaba bajo hacia el islote. Sonó el tiro y el ave cayó. Se la veía saltar entre la hierba segada, agitando el ala, blanca por debajo, que no había sido alcanzada por el disparo.

Ana KareninaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora