Casado con Natalia, hermana de Kitty, Lvov había pasado toda su vida en las capitales y en el extranjero, donde se había educado y había actuado después como diplomático.
El año anterior había dejado el servicio diplomático, no porque le hubiese sucedido nada desagradable (cosa imposible en él), sino para pasar al servicio del ministerio de la Corte, en Moscú, y tener así la posibilidad de dar una educación superior a sus dos hijos.
No obstante la diferencia bien marcada entre sus costumbres a ideas, y aunque Lvov era mucho más viejo que Levin, durante aquel invierno los dos cuñados se habían sentido unidos por una sincera amistad.
Lvov estaba en casa y Levin entró en su gabinete sin anunciarse.
Vestido con una bata, con cinturón y zapatillas de gamuza, Lvov estaba sentado en una butaca y con su pincenez de cristales azules leía en un libro colocado sobre un pupitre, mientras que, con una mano, entre dos dedos, sostenía con cuidado, a distancia, un cigarrillo encendido a medio consumir.
Su rostro, joven aún, al cual los cabellos rizados, blancos y brillantes, daban un aire aristocrático, al aparecer Levin se iluminó con una sonrisa de alegría.
–Ha hecho usted muy bien en venir. Precisamente quería mandarle una carta... ¿Cómo está Kitty?
Siéntese aquí, por favor. (Lvov se levantó y acercó a Levin una mecedora.) ¿Ha leído usted la última circular en el Journal de Saint-Petersburg? La encuentro muy bien –comentó con acento ligeramente afrancesado.
Levin refirió a su cuñado lo que había dicho a Katavasov sobre los rumores que circulaban en San Petersburgo y, después de haber charlado de otras cuestiones políticas, le contó su encuentro con Metrov y su impresión de la conferencia, cosa que despertó en el otro un extraordinario interés.
–Le envidio que pueda frecuentar ese mundo tan interesante de la ciencia –dijo, y animándose, continuó, en francés ahora, porque en este idioma se explicaba con más comodidad–. A decir verdad, tampoco tendría tiempo; mi trabajo y mis ocupaciones con los niños no me lo permitirían y, además (lo confieso sinceramente) no tengo la suficiente preparación.
–No lo pienso así –dijo Levin con una sonrisa y conmovido como siempre ante las palabras de su cuñado, por saber que respondían, no a un deseo de aparentar modestia, sino a un sentimiento profundo y sincero.
–Repito que es así, y ahora me doy cuenta de mi escasa cultura. Hasta para enseñar a mis niños tengo que refrescar frecuentemente mi memoria y aun a veces repasar mis estudios. Porque, para educar a los hijos, no basta procurarles maestros; hay que ponerles también observadores, tal como en su propiedad tiene usted obreros y capataces. Ahora estoy leyendo esto –Lvov indicó la gramática de Buslaev que, por ejemplo, tenía sobre el pupitre–. Se lo exigen a Michka y es tan difícil... ¿Quiere usted explicarme qué es lo que dice aquí?
Levin le objetó que se trataba de materias que debían ser aprendidas sin intentar profundizar en ellas, pero Lvov no se dejó convencer.
–Usted se ríe de mí...
–Al contrario. Usted me sirve de ejemplo para tu porvenir y, viéndole, aprendo a pensar en lo que habré de hacer cuando tenga que encargarme de la educación de mis hijos.
–Poco podrá usted aprender de mí.
–Sólo puedo decirle una cosa: no he visto niños mejor educados que los suyos y no quisiera más sino que los míos lo fueran como ellos.
Lvov quiso contenerse para no expresar la satisfacción que le causaban aquellas palabras, pero su rostro se iluminó con una sonrisa.
–Eso sí; quisiera que fuesen mejores que yo. Es todo lo que deseo. Usted no se figura el trabajo que dan chicos como los míos, que por nuestra forma de vivir, casi siempre en el extranjero, estaban tan atrasados en sus estudios.
–Ya adelantarán. Son muchachos despiertos a inteligentes. Lo principal es la educación moral, y en este aspecto he aprendido mucho viendo a sus hijos.
–Usted dice «la educación moral»... Es imposible imaginar hasta qué punto es difícil eso. Apenas ha salvado usted una parte, se enfrenta con otra y de nuevo comienza la lucha. Si no fuera por el apoyo de la religión (se acordará usted de lo que hablamos sobre este asunto), ningún padre podría, con sus medios solamente, llevar adelante la educación de sus hijos.
Esta conversación, que interesaba siempre a Levin, fue interrumpida por la bella Natalia Alejandrovna, que entraba vestida ya para ir al concierto.
–No sabía que estuviese usted aquí –dijo desviando aquella conversación tan repetida y aburrida para ella. ¿Y cómo está Kitty? Hoy como en casa de ustedes –dijo a Levin–. ¿Lo sabías, Arseny? Tú tomarás el coche... –se dirigió a su marido.
Los esposos se pusieron a discutir sobre lo que tenían que hacer aquel día. Como el marido, por obligaciones del servicio, debía ir a la estación a recibir a un personaje y la mujer quería asistir al concierto y luego a una conferencia pública de la Comisión del Sudeste, tenían que meditar y resolver varias cuestiones relacionadas con todo ello, en las cuales entraba también Levin como persona de la casa.
Decidieron, al fin, que Levin iría al concierto con Natalia Alejandrovna y a la conferencia, y desde allí mandarían el coche a Arsenio, el cual, a su vez, iría a buscar a su mujer para llevarla a casa de Kitty. En el caso de que Lvov no terminara a tiempo sus quehaceres, mandaría el coche y Levin acompañaría a Natalia Alejandrovna a su casa.
–Levin quiere halagarme –dijo Lvov–. Me asegura que nuestros niños están muy bien dotados, cuando yo les reconozco tantos defectos.
–Arseny exagera, lo digo siempre –comentó la mujer–––. Si buscas la perfección –dijo luego a su marido–, nunca estarás contento. Eso es imposible. Papá dice, y yo lo pienso también, que cuando nos educaban a nosotros se pecaba en un sentido, nos tenían en el entresuelo mientras los padres habitaban en el principal; ahora, por el contrario, los padres viven en la despensa y los hijos en el principal. Ahora los padres ya no han de vivir, sino sacrificarlo todo por los hijos.
–¿Y por qué no ha de ser así si es agradable? –dijo Lvov, sonriendo con su hermosa sonrisa y acariciando la mano de su mujer–––. Quien no lo conozca podría pensar que no eres madre sino madrastra.
–No, la exageración no va bien en ningún caso – insistió Natalia Alejandrovna con tranquilidad, poniendo en su sitio la plegadera.
–Ahí les tiene usted. ¡Ea, pasen acá los niños perfectos! ––dijo Lvov dirigiéndose a sus dos hermosos hijos, que entraban en aquel momento.
Los niños saludaron a Levin y se acercaron a su padre con evidente deseo de decirle algo.
Levin quiso hablarles y oír lo que iban a decir a Lvov, pero en este momento Natalia Alejandrovna se puso a hablar con él y en seguida entró en la habitación Majotin, compañero de Lvov en el servicio, el cual, vestido con el uniforme de la Corte, venía a buscarle para ir juntos a recibir al personaje que llegaba. Al punto se entabló entre ellos una conversación, que resultó interminable, sobre la Herzegovina, la princesa Korinskaya, el Ayuntamiento y sobre la muerte inesperada de la Apraxina.
Levin, con todo esto, se olvidó del encargo que le había dado Kitty para Arsenio, pero, cuando se disponía a salir, lo recordó:
–¡Ah! Kitty me encargó hablarle sobre Oblonsky –dijo ahora, al detenerse Lvov en la escalera, acompañándoles a su esposa y a él.
–Sí, sí, maman quiere que nosotros, les beaux fréres, le dirijamos una reprimenda –dijo Lvov, poniéndose rojo–. ¿Y por qué debo hacerlo yo?
–Entonces lo haré yo –repuso, sonriendo, Natalia Alejandrovna, que esperaba el final de la conversación, habiéndose puesto ya su capa de zorro blanco... Ea, vamos.