Una vida nueva empezó desde entonces para Alexey Alejandrovich y su mujer.
No es que pasara nada extraordinario. Ana frecuentaba, como siempre, el gran mundo, visitando mucho a la princesa Betsy y encontrándose con Vronsky en todas partes.
Alexey Alejandrovich reparaba en ello, pero no podía hacer nada. A todos sus intentos de provocar una explicación entre los dos, Ana oponía, como un muro impenetrable, una alegre extrañeza.
Exteriormente todo seguía igual, pero las relaciones íntimas entre los esposos experimentaron un cambio radical. Alexey Alejandrovich, tan enérgico en los asuntos del Estado, se sentía impotente en este caso.
Como un buey, que abate sumiso la cabeza, esperaba el golpe del hacha que adivinaba suspendida sobre él.
Cada vez que pensaba en ello se decía que cabía probar, una vez más, que restaba la esperanza de salvar a Ana con bondad, persuasión y dulzura, haciéndole comprender la realidad, y cada día se preparaba para hablar con ella, pero al ir a empezar sentía que aquel espíritu de falsedad y de mal que poseía a Ana se apoderaba también de él, y entonces le hablaba no de lo que quería decirle ni de lo que debía hacerse, sino con su tono habitual, con el que parecía burlarse de su interlocutor. Y en este tono era imposible decirle lo que deseaba.