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En la iglesia estaban todos los parientes y conocidos, todo Moscú.

Durante la ceremonia, bajo la clara iluminación de la iglesia, en el grupo de señoras y señoritas elegantemente ataviadas y de hombres con corbata blanca, fraques o uniformes, no cesaba de oírse un continuo murmullo, discretamente sostenido en voz baja, iniciado en su mayor parte por los hombres, mientras las mujeres preferían observar los detalles de ese acto religioso que siempre despierta en ellas tan vivo interés.

En el grupo más próximo a la novia estaban sus dos hermanas. Dolly, la mayor, y la bella y serena Lvova llegada del extranjero.

–¿Por qué Mary va de color lila, casi de negro, en una boda? –preguntó la Korsunskaya.

–Es el único color que va bien con el de su cara –contestó la Drubeskaya–. Me extraña que celebren la boda por la noche. Es costumbre de comerciantes.

–Es más hermoso. Yo también me casé por la noche –repuso la Korsunskaya suspirando al recordar lo bella que estaba aquel día, lo ridículamente enamorado de ella que estaba entonces su marido y lo distinto que era todo ahora.

–Dicen que quien es testigo de boda más de diez veces ya no se casa. Quise serlo ahora por décima vez para asegurarme, pero ya estaba ocupado el puesto –afirmó el conde Siniavin a la linda princesa Charskaya, que alimentaba ilusiones con respecto a él.

Esta contestó sólo con una sonrisa. Miraba a Kitty pensando en el momento en que ella estuviera con el conde Siniavin como ahora Kitty y calculando de qué modo recordaría al Conde su broma.

Scherbazky decía a la Nicolaeva, la antigua dama de honor de la Emperatriz, que él estaba resuelto a colocar la corona nupcial sobre el peinado de Kitty para que fuera feliz.

–No tenía que haberse puesto postizos. No me gusta ese fasto –replicó la Nicolaeva, bien resuelta a casarse con boda sencilla si el viejo viudo a quien perseguía hacía tiempo se decidía a unirse con ella.

Sergio Ivanovich decía a Daria Dmitrievna, en broma, que la costumbre de emprender un viaje después de la boda se imponía por esa vergüenza que siempre experimentan los recién casados.

–Su hermano puede estar orgulloso. La novia es muy hermosa. ¿No le envidia usted?

–Ya he pasado por ese sentimiento, Daria Dmitrievna –repuso Sergio Ivanovich.

Y su rostro adoptó inesperadamente una expresión severa y melancólica.

Oblonsky relataba a su cuñada una anécdota sobre un divorcio.

–Tenemos que arreglar la corona de flores –repuso ella sin escucharle.

–Es lástima que Kitty haya perdido tanto –decía la condesa Nordston a Lvova–. ¿Verdad que, de todos modos, él no merece ni un dedo de tu hermana?

–A mí él me gusta mucho –contestó Lvova–. No porque sea ya mi futuro beau frére. Vea con qué naturalidad se mueve. Es muy difícil comportarse así en esta situación y no parecer ridículo. Él no parece ridículo ni afectado; se le ve sólo conmovido.

–¿Contaba usted que se casase con él?

–Casi. Siempre me ha gustado Levin.

–Ya veremos quién de los dos pisa primero el tapiz. He aconsejado a Kitty...

–Lo mismo da. En nuestra familia todas somos esposas obedientes.

–Pues yo, cuando me casé con Basilio, pisé la primera, con intención. ¿Y usted, Dolly?

Dolly estaba a su lado y las oía, pero no contestó. Sentíase profundamente conmovida, y las lágrimas llenaban sus ojos.

No podía decir nada sin llorar. Alegre por Kitty y por Levin, evocaba su boda, miraba a su marido, olvidaba lo presente y recordaba sólo su primer a inocente amor.

Recordaba no sólo su boda, sino la de cuantas mujeres conocía; las evocaba en el momento solemne y único en que, como Kitty ahora, estaban ellas bajo la corona nupcial, con el corazón henchido de amor, de temor y de esperanza, renunciando al pasado y entrando en el desconocido futuro.

Y entre todas las novias que recordaba, estaba su querida Ana, sobre los detalles de cuyo divorcio se había informado poco antes. También Ana, pura como Kitty, había estado un día con corona de flores de azahar, con velo blanco... Y ahora... «¡Es terrible!», murmuró.

No sólo las hermanas, amigos y parientes seguían con atención todos los pormenores de la ceremonia: los seguían también las mujeres del público que no conocían a Kitty y que les miraban conteniendo la respiración, temiendo perder un solo movimiento o una expresión del rostro de los novios. Llenas de enojo, dejaban sin respuesta los comentarios de los hombres, indiferentes, que bromeaban o hablaban de otra cosa.

–¿Por qué llora? ¿La casan a disgusto?

–¿Obligarla, con lo buen mozo que es? ¿Será tal vez un príncipe?

–Esa que va vestida de satén blanco, ¿es hermana suya? Escucha, escucha, cómo grita el diácono: «La esposa debe temer a su marido.»

–¿El coro es el del monasterio de Chudov?

–No; del Sínodo.

–He preguntado a un criado. Dicen que se la lleva en seguida a sus tierras. Aseguran que es muy rico. Por eso la casan...

–Pues hacen muy buena pareja.

–¿Decía usted, María Vasilievna, que los miriñaques se llevan huecos? Pues mire a aquella del traje encarnado... Dicen que es la mujer de un embajador. ¡Qué recogida lleva la falda! Mire, otra vez...

–¡Qué bonita está la novia! La han adomado como a una corderita. Digan lo que quieran, en estas ocasiones da lástima miramos a nosotras, las mujeres.

Así hablaban los espectadores de ambos sexos que habían podido introducirse en la iglesia.



Ana KareninaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora