Al día siguiente, a las diez de la mañana, habiendo ya recorrido toda su finca, Levin llamó a la habitación donde dormía Vaseñka.
–Entrez! –gritó aquél.
Levin entró y le halló en paños menores.
–Perdóneme –se disculpó Veselovsky–, estaba acabando mis ablutions.
–No se apresure –contestó Levin, sentándose en el alféizar de la ventana. ¿Ha dormido usted bien?
–Como un leño. No me he despertado ni una sola vez.
–¿Qué toma usted, té o café?
–Ni una cosa ni otra: almuerzo sólido. Créame que estoy avergonzado de esto, pero es mi costumbre.
También desearía dar antes un paseíto. Ha de enseñarme usted los caballos.
Habiendo Levin y su huésped paseado por el jardín y hasta hecho gimnasia en el trapecio, volvieron a la casa y entraron en el salón, donde estaban ya las señoras.
–¡Qué magnífica cacería! ¡Cuántas y qué agradables impresiones! –dijo Veselovsky al saludar a Kitty, que se hallaba sentada ante el samovar–. ¡Qué lástima que las señoras estén privadas de estos placeres!
Otra vez le pareció a Levin ver algo humillante en la sonrisa, en la expresión de triunfo con que
Veselovsky se dirigió a su mujer.
La Princesa, que estaba sentada al extremo opuesto de la mesa, junto a María Vlasievna y Esteban Arkadievich, hablaba de la necesidad de trasladar a Kitty a Moscú para la época del parto, y Oblonsky llamó cerca de sí a Levin para hablarle de la cuestión. A Levin, que en los días que precedieron a su casamiento le disgustaban los preparativos, que, por su insignificancia, ofendían la grandeza de lo que se iba a realizar, le disgustaban todavía más los que se hacían para el parto que se acercaba, cuya llegada contaban todos con los dedos. Hacía cuanto podía para no oír las conversaciones sobre la manera de envolver al niño, volvía el rostro para no ver las vendas infinitas y misteriosas, los pedazos triangulares de tela, a los que Dolly daba gran importancia, y otras cosas semejantes.
El acontecimiento del nacimiento del hijo (pues no le cabía duda de que sería niño), que se le había prometido, pero en el cual, a pesar de todo, no podía creer –tan extraordinario le parecía–, se le presentaba de un lado como una inmensa felicidad, tan inmensa, que le parecía imposible; y, del otro, como un suceso tan misterioso, que aquel supuesto conocimiento de lo que había de venir, y, como consecuencia, los preparativos que se hacían, como si se tratara de un acontecimiento ordinario producido por los hombres, despertaba en él un sentimiento de ira y de humillación.
La Princesa no comprendía, sin embargo, estos sentimientos y atribuía a ligereza y a indiferencia los escasos deseos que mostraba su yerno de pensar en las cosas que a ella tanto le interesaban, y de hablar de ellas. Así no le dejaba tranquilo. Insistía continuamente en sus consultas, en explicarle lo que había hecho, que había encargado a Esteban Arkadievich buscar el piso, cómo pensaba arreglarlo...
Levin rehuía:
–No sé nada de eso, Princesa... Hagan lo que quieran...
–Pues hay que decidir. Si no, ¿cuándo se va a hacer la mudanza?
–No sé... No sé... Sólo sé que nacen millones de niños sin ser llevados a Moscú, hasta sin médicos... Pero hagan como quiera Kitty.
–Con Kitty es imposible hablar de esto. ¿Quieres que la asustemos? Esta primavera, Natalia Galizina murió a consecuencia de un mal parto.