Al día siguiente, el enfermo comulgó y recibió la extremaunción. Durante la ceremonia, Nicolás oró con fervor. En sus grandes ojos, fijos en el icono puesto sobre la mesa, plegada y cubierta con un paño de color, había tanta imploración vehemente, tanta esperanza, que Levin le miraba aterrado, porque sabía que aquella imploración y aquella esperanza harían más dolorosa la separación de la vida que su hermano amaba tanto.
Levin conocía a Nicolás y su modo de pensar, le constaba que su falta de fe no procedía de que le fuera más cómodo vivir sin ella, sino de que, poco a poco, las explicaciones científicas de los fenómenos universales la habían borrado de su alma.
El retorno, pues, de su hermano a la fe no era sincero, hijo de la reflexión, sino momentáneo, egoísta, nacido de una vana esperanza de curarse.
Levin sabía que Kitty había avivado aquella esperanza relatándole casos extraordinarios de curaciones oídas por ella, y esto hacia aun mas penosa para él la mirada llena de ruego y esperanza de su hermano, y la vista de aquella mano que se levantaba con dificultad para trazar la señal de la cruz sobre aquella frente de piel tirante y ante aquellos hombros salientes y aquel pecho hueco y ronco que ya no podía abrigar en sí la vida por la que oraba el enfermo.
Durante la ceremonia, Levin hizo lo que, a pesar de su incredulidad, había hecho en tantas ocasiones: dirigirse a Dios y suplicarle:
«Si existes, haz que cure este hombre, y así nos salvarás a él y a mí.»
A raíz de la extremaunción, el paciente experimentó una repentina mejoría. En una hora no tosió ni una vez, sonreía, besaba la mano de Kitty, le daba las gracias con lágrimas en los ojos, decía que se sentía bien y fuerte, que no le dolía nada y tenía apetito.
Incluso se incorporó él mismo en la cama cuando le llevaron la sopa y pidió una croqueta de carne más.
A pesar de su estado desesperado, y de lo evidente que parecía, con sólo mirarle, que no podía curar,
Kitty y Levin le hallaron, durante una hora, en un estado indescriptible, de feliz y temerosa emoción.
–Está mejor.
–Sí, mucho mejor.
–Es extraordinario.
–No hay nada de extraordinario. Sea como sea, está mejor.
Así se decían el uno al otro en voz baja.
El engaño duró poco. El enfermo durmió tranquilamente media hora y luego despertó la tos. De repente en él y en todos los que le rodeaban desaparecieron todas las esperanzas. La realidad del sufrimiento las había destruido por completo, y ni en Levin, ni en Kitty, ni en el moribundo quedó rastro alguno de lo que sintieran en aquel momento.
Sin ni siquiera aludir a lo que creía media hora antes, hasta como si se avergonzase de recordarlo,
Nicolás pidió que le dieran a respirar el frasco de yodo cubierto de un papel agujereado.
Levin se lo dio y la misma mirada de emocionada esperanza con que el enfermo recibió la extremaunción, se pinto en su rostro al insistir sobre las palabras del médico de que el aspirar yodo produce nlllagros.
–¿No está Katia aquí? –preguntó Nicolás, mirando la habitación cuando su hermano repitió de mal grado las palabras del médico–––. Si no está, te diré que he hecho todo esto por ella. ¡Es tan buena! Pero ni tú ni yo podemos engañamos. En esto sí que creo...
Y oprimiendo el frasco con su mano huesuda comenzó a aspirar el yodo.
A las ocho de la noche, mientras Levin y su mujer tomaban el té en su habitación, María Nicolaevna llegó corriendo sofocada.