Prólogo:

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Brístol, Inglaterra.

La primera mirada.


─¿Es muy lejos?

─No. Allá está. ─Rachel tomó mi mano para movernos a través de la calle. Cuando llegamos me pregunté cómo es que no pude haberlo visto antes─. Aquí.

El lugar no pasaba desapercibido.

─¿Aquí?

En serio no me creía que su hija, mi sobrina, estuviera en un kínder cuyos planos arquitectónicos seguramente fueron hechos por uno de los infantes que correteaban por sus jardines: lápices de colores como rejas, camino de rompecabezas, una granja al fondo y pequeñas cabañas como salones. Joder. Me sentía en el puto Discovery Kids.

─Sí. Aquí es. ¿Me esperas un momento?

Moví la cabeza de arriba abajo. En realidad no quería separarme ni un segundo de ella después de haber dado el paso y regresar a su vida, pero sentía temor de convertirme en alguna mierda de caricatura infantil si daba también dos pasos más allá de la entrada.

Así que esperé.

Y esperé.

¿Qué coño le tomaba tanto tiempo? Le eché un vistazo a mi celular, respondí los mensajes, compré un helado de fresa, pensé en comprarle uno a la niñita de Rachel pero recordé que era bebé, me lo comí en la acera y esperé. Y mi espera continuó después de habérmelo comido.

En ello fui a desechar el envoltorio en un bote de basura. Algún dios en el jodido universo debió escuchar mis plegarias desesperadas porque una sexy mamá del jardín se me acercó. Sus tetas asomando bajo el escote de su blusa me hicieron ver la maternidad de otra forma. Debía ser copa C. Unos centímetros debajo de sus hermosas gemelas, en un cochecito, su hijo me trajo de vuelta de Tetalandia con un chillido. Le sonreí practicando para cuando Rachel se dignara a salir y estuviera frente a su hija.

─Hola ─saludó su madre tan rubia como prohibida.

En su dedo anular había una sencilla sortija. Sencilla, pero que brillaba porque la luz del sol chocaba contra el metal y el destello me dejaba ciego.

─Hola ─la saludé de vuelta por cortesía.

Las tetas perdían su atractivo cuando pertenecían a alguien más, ya fuera a un cuarentón con panza o a su hijo en lactancia. El pequeño rubio de mejillas gorgas y ojos brillantes no pasaba de los seis meses necesarios para empezar a comer sólidos. Eran suyas antes que mías y su gesto de concentración mientras defecaba, olía a mierda, me quitaba las ganas de luchar contra él. No era un digno oponente.

Se relamió los labios─. Eres nuevo. No te he visto por aquí.

─Es la primera vez que vengo.

─Oh... ¿Quieres que te dé un recorrido?

─No, gracias. Espero a mi hermana. Está buscando a su bebé.

Su sonrisa se hizo más ancha─. ¿No tienes hijos?

Me balanceé sobre mis pies, incómodo.

¿Esa sonrisa de dientes blancos significaba que estaba malditamente feliz de no tener que luchar un poco más para tenerme como hombre y padre del rubio? Le eché otra mirada al niño. Quitando el olor a mierda, era adorable. Quizás me habría dejado convencer de tener un papel en su crianza si ello no involucrara a su liberal madre inclinándose cada vez más hacia adelante como si fuera necesario. Sin hacerlo ya las veía. Eran del tamaño perfecto y redondas, sí, pero hasta yo sabía que con eso no compras el corazón de un hombre.

─No.

Soltó una risita. Por un momento pensé que me lanzaría una serpentina.

Se había sacado la lotería, al parecer.

─¿Por qué?

─En realidad mis genes no son buenos.

─¿Qué? ¿Por qué lo dices? Siendo un hombre tan guapo... ─Me miró con intensidad, sonrojándose cuando el pequeño ella se lanzó un pedo─. Seguramente tendrías bebés hermosos.

«Tendríamos», era el mensaje subliminal.

Negué─. No, eso nunca pasará. Mis genes no son buenos para procrear.

─¿Por qué? ─insistió.

─Porque los hombres de nuestra familia nacemos impotentes.

La sexy mamá, catalogada ahora como desesperada por salir de un matrimonio aburrido, echó la cabeza hacia atrás y se permitió reír libremente de mi broma. Sus carcajadas dieron paso a un intenso sonrojo cuando se dio cuenta de que yo no lo hacía con ella. Sin más, se disculpó en un tartamudeo y se alejó de mí más rápido de lo que vino. Cuando la distancia entre nosotros fue prudente, reí hasta quedar apoyado en un color amarillo de la reja.

Fue entonces cuando la vi.

Su piel era como la porcelana: pálida y sin imperfecciones. Era baja. La mujer baja más hermosa que hubiera visto. No me recordaba a un gnomo, sino a un hada sin alas estancada en el mundo de los humanos. Sus movimientos le hacían honor a la comparación. Eran sueltos y parecían formar parte de una elegante y tranquila coreografía. Por su uniforme supe que era una de las nanas. Por eso y porque uno de los niños de su grupo halaba su cabello rojizo, pero ella no hacía más que sonreírle y apartarlo con delicadeza. Debían pagarle bien. O al menos eso pensé hasta que su compañera vino y alejó al rufián con la severidad que merecía. Ahí me di cuenta de que era ella quién por voluntad propia decidía ser demasiado buena.

Me hubiera quedado viéndola por más tiempo si en ese momento no hubiera llegado Rachel.

─Hola, soy Maddie ─usó voz de niña a mis espaldas.

Me di la vuelta y mi pecho dolió por tercera vez en el día. La primera había sido al verla cara a cara en su oficina y la segunda al observar de lejos a la pelirroja. Si tan solo supiera su nombre... el de ambas. Dudaba que mi pequeña hermana le hubiera puesto Maddie a su hija. Debía ser diminutivo de Madison.

Pero la maestra, ¿cuál sería su nombre?

¿Era lo suficientemente acosador y descarado como para preguntarle a Rachel por ella?

La respuesta era un jodido sí.

Deseos prohibidos © (DESEOS #3)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora