Capítulo 12

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La lluvia caía en forma de gruesas y ásperas gotas, cubriéndome la cabeza y los brazos, metiéndose en los ojos y las orejas. Echamos a correr hacia la casa y patinamos sobre el suelo de terrazo. Pablo cerró la puerta de un portazo silenciando con éxito el estruendo de la tormenta que azotaba el exterior. Oí una respiración entrecortada y me di cuenta de que era la mía.

-Estás temblando -dijo Paio al tiempo que agarraba un paño de cocina que encontró sobre la encimera y me lo daba.

Lo sostuve en la mano un momento. El trozo de tela era tan pequeño que no me serviría nada más que para secarme la cara. Y eso hice.

-Mi padre -empecé a decir, pero entonces me detuve. Los dientes me castañeteaban como dados dentro de un vaso.

Él aguardaba, chorreando. Un rayo del exterior se reflejó en el charco que se estaba formando a sus pies. Intenté hablar de nuevo.

-Mi padre me sacó a navegar una vez. Se suponía que íbamos a pescar.

Empezó a oscurecer.

Pablo se pasó la mano por el pelo mojado y se lo apartó de la frente. El agua le corría por el rostro, la nariz, el mentón. Sus ojos capturaron la luz verde del microondas.

-La tormenta estalló de repente. No estábamos muy lejos, pero yo no sabía navegar. Y él... estaba...

Él estaba bebiendo, como hacía casi siempre cuando no estaba trabajando. Se había servido innumerables veces de la jarra de «té helado» que guardada en la nevera roja y blanca que tenía a sus pies. Decía que el calor del sol le daba sed. Yo tenía diez años y había probado el contenido de su vaso, sin comprender cómo aquel líquido podía calmarle la sed.

Los zapatos de Paio chirriaron sobre la plaqueta del suelo a medida que se acercaba. La mano que me puso en el hombro se me hizo más pesada de lo que debería haber sido, un peso que no merecía. Fue un gesto de afecto, pero la comprensión que encerraba me resultó excesivamente íntima. No quería que me viera con compasión.

Me deshice del recuerdo.

-No nos ahogamos como es obvio.

-Pero te asustaste. El recuerdo todavía te asusta.

-Tenía diez años. No sabía bien lo que hacía. Mi padre jamás me habría hecho daño a propósito.

Paio encontró el nudo de tensión que tenía en el hombro y ejerció una presión suave pero firme. Mi cuerpo deseaba abandonarse a tan simple caricia, ceder a la espiral de ansiedad que se había ido tejiendo entre mis músculos. No me moví y los dos permanecimos tal cual, unidos por el contacto con la punta de sus dedos.

El resplandor del rayo seguido por el estallido del trueno me hizo dar un brinco. Me resbalé un poco, pero Pablo estaba allí para sujetarme por el codo y dejar que me sostuviera en su firme brazo. No me caí.

El microondas emitió un ruidito cuando se fue la luz y despertó con un sonido similar cuando volvió al momento. Se oyó el estallido de un nuevo trueno y la casa se iluminó con el resplandor de otro rayo, y tras ello se fue definitivamente la luz. Aún no era de noche, pero el cielo se había oscurecido mucho a causa de la tormenta y la cocina quedó en penumbra.

A veces, la oscuridad es capaz de desvelar tanto como de ocultar. Estábamos en contacto, mano con hombro, mano con brazo, mano con codo. Estábamos chorreando. Respirando. Con el calor habían dejado de castañetearme los dientes.

-Estaba borracho -dije.

Pablo ejerció nuevamente presión con los dedos. Nunca lo había dicho en voz alta. Todos los sabíamos, mis hermanas y mi madre, pero jamás habíamos hablado de ello. No se lo había contado a Bruno, el hombre a quien había unido mi vida.

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