Capítulo 29

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Descubrí el poder de un orgasmo a los dieciséis. A mí también me dio fuerte la manía de las adolescentes de pasarse horas mirándose en el espejo deseando parecerse más a las mujeres que salían en las revistas y menos a ellas mismas. Me metía en la ducha hasta que se acababa el agua caliente y luego plantaba cara a mis hermanas, furiosas porque habían tenido que esperar a que yo terminara. Me lavaba el pelo, me afeitaba las piernas y aquellos lugares en los que me parecía extraño que tuviera vello. Nunca se me había ocurrido pensar en la alcachofa de la ducha como otra cosa que no fuera su enorme utilidad para aclarar la espuma después de afeitarse las piernas.

Me gustó mucho la sensación que me causó el chorro del agua aquella primera vez totalmente involuntaria. De modo que me acerqué la alcachofa y la mantuve un rato allí. A los pocos minutos fue como si estallaran fuegos artificiales en mi interior.

Tuve que sentarme en el suelo de la ducha de lo que me temblaban las piernas. Después de aquello aprendí rápidamente cómo funcionaba mi cuerpo. Por las noches, bajo las sábanas y dentro de la ducha, exploraba las líneas y las curvas de mi cuerpo, descubriendo los puntos que me proporcionaban placer al acariciarlos.

Aprendí a prolongarlo hasta que ya no podía más, y sólo con apretar los muslos era capaz de aguantar al borde del orgasmo durante una hora o más, y cómo cuando me dejaba ir por fin la sensación me hacía volar para caer después casi al mismo tiempo, dejándome saciada y con la respiración agitada.

Michael no fue el primero que me besó, pero si fue el primero que lo hizo después de descubrir lo que significaba el placer sexual. No me resultó difícil sumar dos y dos, pensé en el poder de mis manos para hacer que me retorciera y temblara de placer, y di por sentado que las suyas podrían hacer lo mismo. En ese sentido fui afortunada y desafortunada. Mi mejor amiga, también había empezado a salir con un chico en serio que quería convencerla para acostarse. Ella no quería, no porque pensara que tuviera que esperar a estar casada ni por miedo a quedarse embarazada, puesto que llevaba tomando la píldora desde octavo curso para regular la regla. No, ella no quería follar con su novio porque no tenía motivos para pensar que fuera a gustarle.

Nos habíamos contado muchas cosas sentadas debajo del árbol de su jardín o en el sótano cuando me quedaba a dormir con ella. A su novio le gustaba que ella se la chupara, pero cuando él le metía los dedos, ella no disfrutaba, más bien le parecía irritante.

—Besarse es genial —me confesaba— Pero cuando mete la mano entre mis piernas es como si se hubiera confundido haciendo los deberes y tratara de borrar. ¡Frotar, y otra vez a frotar!

Nosotras nos reíamos, y ella me escuchaba maravillada cuando yo le describía cómo Michael conseguía que me corriera una y otra vez utilizando la mano. No le dije que yo ya sabía lo que se sentía cuando se alcanzaba el clímax. Ella me había dicho que nunca había tenido uno. No hablábamos de la masturbación.

Así que tuve suerte en cuanto a que conocer el funcionamiento de mi cuerpo me había permitido enseñárselo a otro, pero cuando echo la vista atrás y veo cómo me salieron las cosas entonces, puede que hubiera sido mejor haberme comportado como mi amiga, que consiguió mantener intacta su virginidad hasta la universidad.

Después de Michael estaba segura de que no podría volver a enamorarme. No quería volver a entregarme a alguien de aquella forma. Perdí las ganas de tocarme.

No quería tener nada que ver con el sexo, aunque fuera conmigo misma. La idea de besar, acariciar y hacer el amor me revolvía el estómago de tal forma que no podía ni ver una película romántica sin fruncir los labios de asco.

Entonces me fui a la universidad, aliviada de poder escapar de mi casa y de las sonrisas que todas fingíamos para ocultar la verdad. Me esforzaba mucho en clase, y los programas de estudio fueron un gran apoyo. Trabé amistad con mi compañera de habitación, una chica preciosa que tenía a su novio en «casa», pero aun así encontraba tiempo para «andar por ahí» con toda la fraternidad Delta Alfa Delta los fines de semana. Hice más amigos, chicos y chicas. Vivía en una residencia mixta y por primera vez, dado que no tenía hermanos, supe lo que era compartir el espacio con chicos.

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