Capítulo 22

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Por fuera, el club no se diferenciaba del resto de los edificios de corte industrial que se alineaban a lo largo de la manzana. Algunos habían sido rehabilitados y transformados en apartamentos de lujo. El resto se habían convertido en populares locales nocturnos.

La cola para entrar me recordó a las colas que se hacían en el parque de atracciones, aunque en esa ocasión la gente constituía la atracción en sí misma. La mayoría iba vestida de negro. Cuero. Vinilo. Lycra. Muchos llevaban gafas de sol, aunque fuera de noche.

— ¿Crees que debería llevar un collar de ajo? —le susurré a Bruno, que soltó una carcajada.

No tuvimos que hacer cola. Pablo mostró una tarjeta, mencionó el nombre de su amigo y nos indicaron que pasáramos a una antesala negra como boca de lobo. En un extremo había una especie de sala pequeña sin puerta, flanqueada por dos hombres calvos y fornidos vestidos de negro y con las inevitables gafas de sol. Dentro de la sala, perchas y estantes cargados de armas, esperaba que de imitación, cubrían la pared de suelo a techo.

—Pistolas. Necesitamos montones de ellas —dijo Paio riendo alegremente.

—Bienvenidos al País de las Maravillas —dijo una voz justo al pasar la puerta — ¿Les apetece una pastilla roja?

La voz pertenecía a un travesti muy alto cuya indumentaria incluía pestañas de cinco centímetros y brillante pintalabios rojo. Parecía un cruce entre el doctor FrankN Furter del Rocky Horror Picture Show y un personaje de Matrix. Me di cuenta entonces de que probablemente fuera esa la estética que se pretendía mostrar.

—Creía que se refería al País de las Maravillas de Alicia —dije— Seré idiota.

Nuestra «anfitriona» se rió alegremente.

—No aceptes ninguna seta cuando entres, cielo. ¡Mira qué trío! ¡Uno, dos hombretones —enumeró— y la Señorita Inocente!

Paio sonrió de oreja a oreja mientras le entregaba un par de billetes.

— ¿Te gusta?

—Mmmm —respondió el travestí— Sujeta libros. ¿Crees que podrás con ellos? Porque si no puedes, me encantaría echar una... mano.

Su sonrisa viciosa sugería el tipo de mano que estaba dispuesto a echar. Yo solté una carcajada, a falta de otra respuesta. No me había dado cuenta hasta ese momento de que Paio y Bruno se habían vestido de una forma muy parecida. Camiseta blanca y pantalones negros, aunque los de Pablo eran de cuero y los completaba con un cinturón con tachuelas. Los dos se habían engominado el pelo hacia atrás y con la extraña iluminación del local no resultaba fácil diferenciar el color. De constitución y altura similares, de verdad parecían un par de sujeta libros.

—Puede con nosotros —dijo Paio al ver que yo no respondía— Pero lo tendremos en cuenta.

El travesti le entregó tres entradas rojas. —Entrégalas en el bar, cariño. Te guardaré la palabra. Ven a buscarme si necesitas alguna cosa. N. E.

Me di cuenta de que ése era su nombre. Nos lanzó un beso al aire cuando nos dirigimos hacia los guardias de seguridad de la entrada y las armas.

—No se permiten armas dentro —dijo uno, y como si las armas que tenían a sus espaldas estuvieran allí sólo de adorno, nos cachearon totalmente en serio.

—Hacía meses que no vivía tanta acción —Paio le dio un codazo a mi esposo.

—Que disfruten —dijo el otro guardia.

Se hicieron a un lado para dejarnos pasar. Abrimos las enormes puertas dobles labradas y entramos en el club propiamente dicho.

Lo cierto es que se trataba del País de las Maravillas. En la antesala la iluminación era casi inexistente y no se oía ruido, gracias a las paredes insonorizadas. Sin embargo, en cuanto abrías aquellas puertas, los graves retumbaban de tal forma que los sentías palpitar en las muñecas y la garganta, reverberar en la boca del estómago. El haz de los láseres bisecaba las múltiples pistas de baile. Había jaulas y plataformas elevadas donde se contorsionaban y bailaban enérgicamente figuras medio desnudas. Tardé un segundo en llegar a la conclusión de que no se trataba de bailarines contratados, sino clientes que se turnaban para exhibirse.

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