Capítulo 32

173 18 1
                                    

Es increíble lo rápido que las cosas se vuelven una costumbre. Lo rápido que se acostumbra uno. La vida sencilla y ordenada que llevábamos Bruno y yo se había distendido para dar cabida a Paio.

La cosa tenía sus ventajas. El sexo. Un tercer par de manos para ayudar en las tareas de la casa. Una cuenta bancaria extra, y Paio contribuía al presupuesto de forma muy generosa. Otra ventaja menos tangible pero no por eso menos apreciada era que tener a Paio en casa evitaba que la madre de Bruno se presentara en cualquier momento, como se había acostumbrado a hacer en los seis años que llevábamos casados. Había dejado incluso de llamar por teléfono. Ahora prefería llamar directamente a Bruno al móvil.

Pero el acuerdo tenía también desventajas. Compartir cama con dos cuerpos que roncaban, más ropa para lavar, doblar y colocar. Aunque Paio nunca me pedía que le lavara nada, las prendas aparecían tiradas por los lugares más insospechados, y nunca sabía de cuál de los dos era un vaquero hasta que aparecía en la cesta.

Cuando no estábamos enrollados, a veces me sentía como si estuviera de más, ajena a sus bromas internas o sus estúpidos viajes a la adolescencia. A veces era como vivir con Beavis y Butthead.

— ¿Por qué lo haces? —dijo de repente Paio. Bruno no estaba pendiente nada más que del absurdo juego al que estaban jugando delante de la televisión. Paio había llevado una consola último modelo y llevaban horas sin parar de jugar.

— ¿Hacer qué? —dije yo, deteniéndome cuando ya salía de la habitación.

—Si quieres que dejemos de jugar, ¿por qué no nos lo dices en vez de ponerte de morros?

Paio parecía verdaderamente interesado en mi respuesta, al contrario que su colega, que gritaba de alborozo ante la carnicería que estaba teniendo lugar en la pantalla.

—Ya lo he hecho, hace veinte minutos.

—No, nos has preguntado si queríamos salir a cenar y al cine esta noche — contestó Paio, soltando por completo el mando, lo que si que llamó la atención de Bruno, puesto que eso significaba que el personaje que controlaba Paio había dejado de disparar. Apareció un monstruo y le arrancó la cabeza. Bruno gruñó.

—Y es obvio que no quieren —respondí yo cruzándome de brazos. La consola no me había impresionado demasiado. No me importaban en absoluto los bytes de memoria que tenía ni la clase de tarjeta gráfica que llevaba instalada ni lo difícil que era conseguirla.

— ¿Lo ves? ¿Por qué lo haces? —Paio se levantó del suelo con fluidez— Ahora estás cabreada.

Bruno levantó la vista.

— ¿Por qué está cabreada?

—Porque no le hacemos caso —le dijo Paio.

— ¿Eh? —Bruno parecía genuinamente sorprendido— No es verdad.

—Sí, capullo —Paio intentó tomarme en sus brazos, treta a la que me resistí pero sin éxito— No le estamos haciendo caso a nuestra Mica y se ha cabreado. Lo que quiero saber es por qué te ibas a ir así en vez de pedirnos que moviéramos nuestros traseros perezosos e inmaduros del suelo y te lleváramos a cenar y al cine.

Estaba llorosa y de mal humor por el síndrome premenstrual. Intenté zafarme de él, porque prefería seguir de morros, pero sus manos me aferraron la parte superior de los brazos con firmeza. Me puse rígida.

—Bruni, apaga la puta máquina y levántate. Mica quiere que la llevemos a cenar y al cine. No la estás tratando como la reina que es.

Bruno se puso de pie precipitadamente.

— ¿Por qué no lo has dicho antes, nena? Lo habríamos dejado.

Conseguí poner los ojos en blanco. —Olvidenlo. No hace falta que me traten como a una reina.

—Sí que hace falta.

—Paio —dije menos cabreada y más exasperada— No soy una reina.

—Sí que lo eres —respondió él, estrechándome contra su pecho— Una reina. ¿No tengo razón, Bruni?

Bruno sonrió de oreja a oreja y se colocó a mi espalda, abrazándome por detrás.

—Sí.

—Una diosa.

Los dos se pegaron más a mí, aplastándome como un sándwich.

—La luz de nuestras vidas —dijo Paio— El aliento de nuestros pulmones. La mostaza de nuestros perritos calientes.

—Como se te ocurra decir el viento bajo sus alas te doy un puñetazo.

— ¿Lo ves? —Dijo Paio— A eso me refería. ¿Por qué no dices cosas así más a menudo?

Costaba concentrarse cuando Bruno me lamía la nuca y Paio me estaba separando las piernas con el muslo.

— ¿Qué? ¿Qué te voy a dar un puñetazo?

—Si es lo que te apetece pues sí. De verdad, a mí me dan ganas a veces de darle uno bueno a nuestro querido Bruni, sobre todo cuando se tira pedos debajo de las mantas y finge que no ha sido él.

—Eh —se quejó Bruno— Que te den por culo, cabrón. Vete a dormir a tu propia cama.

Paio se pegó aún más a mí y me mordisqueó la mandíbula.

—Es que en mi cama no está Mica.

Entre los dos se me olvidó el enfado por lo de la consola, pero no estaba dispuesta a dejar el asunto tan pronto.

—Estoy harta de los dos.

Paio se apartó un poco y me miró.

— ¿Lo ves? ¿No te sientes mejor? Dilo otra vez.

Bruno resopló a mi espalda. Paio alargó una mano y le dio un golpecito.

—Cállate —me miró de nuevo— Venga. Dilo otra vez.

—Estoy harta de los dos —esperé un segundo. Ninguno parecía muy preocupado. Lo intenté de nuevo— Y si vuelvo a entrar en el cuarto de baño a hacer pis en mitad de la noche y me encuentro la tapa levantada les juro que gritaré.

La boca de Paio dibujó una sonrisa traviesa.

— ¿Lo ves? ¿No te sientes mejor?

Me sentía mejor. Bruno me rodeó con sus brazos y apoyó la barbilla en mi hombro. Yo me recliné sobre él y dejé que aguantara mi peso.

— ¿De verdad estás harta de nosotros? —me preguntó.

—No me extraña, no me extraña —dijo Paio. No parecía molesto, sólo resignado— Los hombres somos unos cerdos.

Al final terminé riéndome. —No son tan malos.

Bruno tiró de mí hasta que me di la vuelta hacia él.

— ¿Quieres salir a cenar y al cine? Te llevaremos a cenar y al cine.

—Esperen, esperen, no estoy lista... —protesté entre risas mientras Bruno me hacía cosquillas.

— ¿Qué quieres decir con eso? A mí me pareces que estás perfecta —dijo Bruno, mirándome de arriba abajo.

—Qué burro eres —dijo Paio—. ¿Es que no sabes nada de las mujeres?

— ¿Desde cuándo eres tú un experto?

Yo levanté las manos y posé una en el pecho de cada uno, apartándolos de mí.

—Caballeros. Ya basta. Necesito entrar diez minutos en el cuarto de baño. A solas —dije esto especialmente para Paio, que no tenía la misma idea de intimidad de cuarto de baño que yo—. Y espero que me lleven a un buen restaurante, no a tomar una hamburguesa.

—Lo que desee la señora —dijo Paio dándome un beso en el dorso de la mano, un gesto tonto que consiguió que el corazón me diera un vuelco.

***

Más tarde, después de una cena exquisita y una buena película, entramos en casa dando tumbos por el pasillo, tocándonos, besándonos, tirando la ropa por cualquier parte. Dos hombres se esforzaban por complacerme, una y otra vez, y sus esfuerzos eran recompensados. Estaba tendida en la cama entre ambos cuando se inició el coro de ronquidos, mirando al techo y preguntándome cómo podía ser que Paio, que no me conocía, me conociera tan bien, y Bruno, que debería conocerme mejor que nadie en el mundo, no me conociera.

TentaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora