Capítulo 17

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Maratón 2/3

— ¿Tu nivel de exigencia es alto, Mica? —Dio otro sorbo y miró mi copa—. ¿No te gusta el vino tinto? He traído rosado también.

—No, no. Está bien éste. Es que no bebo vino...

—No bebo... vino —dijo marcando exageradamente la «V» de vino imitando el acento de Drácula—. ¿Es que eres un vampiro?

Yo me reí al tiempo que sacudía la cabeza. —No, no. Es que no bebo vino, eso es todo.

— ¿Te apetece mejor una cerveza? He traído una caja de negra y tostada. Deja que te diga algo. Me gustaban muchas cosas de Singapur, pero nada, repito, nada, como los establecimientos de venta directa de cerveza de Ohio.

—No, gracias —negué nuevamente con la cabeza.

Extendió el brazo para abrir una de las bolsas de Kroger.

—Tú también has comprado vino y cerveza —me miró con gesto interrogativo enarcando suavemente una ceja—. ¿No quieres de ninguna de las dos cosas?

Tercera negativa. —No. No bebo.

Paio apuró su copa con un largo y lento sorbo, y dejó la copa en la encimera. —Interesante.

Un tanto cohibida, dejé mi copa junto al fregadero. No me veía capaz de echarlo por el desagüe.

—No tiene nada de interesante.

La tapa de la olla donde se cocinaban los champiñones y las cebollas se puso a repiquetear sobre la olla cuando el vapor empezó a buscar una salida. Paio se movió. Yo me moví. La cocina, al igual que el resto de la casa no era grande. El viejo dicho que hace referencia a cuando hay demasiados cocineros en una cocina tenía todo el sentido dentro de la mía, pero no porque fueran a estropear el cocido. Simple y llanamente no había espacio suficiente para más de una persona delante de los fogones. Nos movimos con gestos torpes, él alargando la mano para levantar la tapa de la olla y yo intentando quitarme de en medio. Los faldones de su camisa abierta ondearon como una bandera rozándome cuando estiró el brazo. Levantó un poco la tapa y apagó el fuego. Su otra mano aterrizó sobre la parte baja de mi espalda, pero no fue ni para empujar ni para acariciar, más bien para servir de soporte.

El contacto fue muy breve. Retiró la mano sin que me diera tiempo a sentirla casi. Entonces se giró hacia mí.

—Espero que tengas hambre.

El ruido de mi estómago contestó por mí. —Estoy muerta de hambre.

—Me alegro.

Nos quedamos mirándonos. Paio levantó una de las comisuras de sus labios. No estaba segura de que me gustara que me mirara de aquella forma. No estaba segura de que no me gustara tampoco.

—Se te da muy bien la cocina —comenté yo mirando hacia los fogones primero y de nuevo a él.

Paio se puso una mano en el corazón y me dedicó una pequeña inclinación de cabeza que lo acercó a mí lo bastante como para oler su colonia. Era la misma que llevaba el día anterior, algo especiado y exótico. Masculino y floral al mismo tiempo.

Me miró desde detrás del flequillo, sonriendo. Una sonrisa devastadora. Encantadora. Y lo sabía.

—La vida de soltero no se reduce a pizza y cerveza. Por lo menos no se reduce a pizza. Cuando no tienes a nadie que cocine para ti, aprendes.

Saqué los alimentos perecederos de las bolsas y los metí en el frigorífico y el congelador respectivamente. Pablo se mantuvo al margen para no molestar, pero sentía su mirada encima de mí.

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