Capítulo 28

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A la mañana siguiente encontré a Pablo sentado a la mesa de la cocina con su portátil. Tenía el pelo revuelto, iba descalzo y desnudo de cintura para arriba. Sólo llevaba su pantalón de pijama de Hello Kitty. No lo había visto nunca con gafas. Le cambiaban el rostro. Lo convertían en un extraño. De alguna forma lo hacían más accesible.

—Tenemos que hablar.

Él levantó la vista y cerró el portátil.

—De acuerdo.

—Bruno me lo ha contado todo.

No tenía intención de adornar aquella conversación por mantener la paz. Había cosas que era necesario dejar claras.

— ¿De veras? —él se cruzó de brazos y se reclinó en la silla.

—Sí.

Yo no soy de naturaleza agresiva, pero mi aspecto debía de resultar amenazador a pesar de ir en pijama y tener el pelo tan revuelto como él. Tal vez fuera la taza de café que blandía como si fuera un arma o la forma en que me erguía frente a él al lado de la mesa mientras él estaba sentado.

— ¿Qué te contó?

Pablo era capaz de decir muchas cosas tan sólo con un leve movimiento de cejas o de labios.

—Lo de las normas que pactaron.

Aguardó un segundo antes de responder.

— ¿Te lo contó el o le preguntaste tú?

—Un poco de las dos cosas.

Paio emitió un breve sonido. Bebí un sorbo de café. Su rostro me parecía

desprovisto de expresión, no porque no comprendiera lo que estaba intentando decirle. Aunque tampoco podía decirse que estuviera diciendo nada en ese momento.

Me costaba sacar el tema a la fuerza, pero igual que ocurre con las tiritas, es mejor despegarlas de un tirón.

—Me dijo que estuvieron hablando de lo que estaba permitido hacer y lo que no.

Maldito fuera. No me lo estaba poniendo nada fácil. No asintió con la cabeza siquiera.

—No me gusta —terminé con firmeza, aunque mis palabras sonaran lejanas. Aquello hizo que reaccionara. Sus ojos destilaban un encanto desdeñoso y levantó una de las comisuras de sus labios. Se arrellanó todavía más en la silla sacudiendo un poco la cabeza para quitarse el pelo de la frente.

— ¿Qué es lo que no te gusta?

Agarré la taza con las dos manos y traté de que mi voz sonata neutra.

—Las normas que pactaron.

Me mantuve en mi sitio aun cuando Paio se puso en pie de un salto, como un gato. Me quitó la taza de las manos y la puso en la mesa. Yo no retrocedí, ni siquiera cuando se me acercó tanto que podía contar los pelos que le salían de cada uno de sus pezones.

— ¿Cuáles son las que no te gustan?

Él avanzó y yo retrocedí, muy despacio, como ondas en el agua. Nos detuvimos cuando mi espalda chocó con la pared que había entre el banco situado bajo la ventana y la puerta de la terraza.

El corazón empezó a martillearme en el pecho y el latido reverberó en mis muñecas, pero también en lugares extraños como las corvas o detrás de las orejas.

Los lugares en los que me ponía perfume, cuando me lo ponía. Lugares en los que me gustaría que me besaran.

Él puso una mano en la pared junto a mi cabeza.

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