Capítulo 43

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Era el momento de que todas las piezas encajaran milagrosamente en su lugar.

De que Ana declarara que se había equivocado y me pidiera perdón. De que mi padre dejara de beber y de comportarse como un ser patético. De que mi madre y mis hermanas arreglaran sus vidas. De que Paio desapareciera para siempre y Bruno y yo viviéramos felices y comiéramos perdices en nuestra casita, con nuestro perro y cinco hijos que nos adoraban.

Pero, como es natural, nada de eso ocurrió.

No obstante, algo sí cambió dentro de mí. Dejé de creer que podía arreglarlo todo. Yo no tenía que ser la que siempre se ocupara de todo. Y, sorprendentemente, se las arreglaron sin mí.

El verano que cuatro meses atrás me había parecido tremendamente largo y repleto de posibilidades había dado paso al otoño. Aún demasiado pronto para que los árboles empezaran a mudar, llegaron las nubes y el frío. Mi jardín descuidado me hacía burla, recordándome constantemente todos los planes que había desaprovechado. Lo compensé comprando bolsas de bulbos y una nueva herramienta especial para sacar la tierra a la profundidad justa donde debían enterrarse. También compré unos guantes de jardinero y aditivos para la tierra, una regadera y un sombrero que se ataba debajo de la barbilla, y que siempre se quedaba colgado detrás de la puerta de la cocina.

No se me escapaba el paralelismo de la situación. Bruno y yo habíamos pasado el verano arrancando de raíz las cosas y ahora era el momento de ver si podíamos hacer que crecieran nuevas plantas.

—Me ha llamado Lucia —dijo Clara, pasándome otro bulbo de narciso. Estaba de seis meses. Tenía la barriga y los pechos redondos como sandías, y se negaba a agacharse para ayudarme a plantar. Prefería observar cómo lo hacía yo sentada al sol otoñal. Su ayuda consistía en hacer comentarios sobre mis decisiones y pasarme un bulbo de cuando en cuando.

A mí también me había llamado Lucia. No era ninguna sorpresa, teniendo en cuenta lo enganchada que estaba al móvil. Me concentré en rastrillar otra porción de terreno para plantar otro bulbo sin hacer ningún comentario.

—Está bien —continuó Clara, como si no se me hubiera ocurrido—. Me ha dicho que las clases le van muy bien.

—Me alegro —contesté yo, limpiándome el sudor de la frente. Hacía una temperatura agradable, pero trabajando tenía calor—. ¿Qué tal está Betts?

—Bien. Van a ir a pasar Acción de Gracias a su casa este año. Me muero por saber qué pasa.

—Acción de Gracias —repetí yo, sentándome sobre los talones—. Creo que este año prepararé yo la cena. ¿Quieres venir?

Clara se pasó la mano por encima del estómago.

— ¿No vas a ir a casa de los Sainz Micheli?

—No.

— ¿Vas a decirles que vengan a cenar aquí?

—Creo que no. No —respondí yo con una sonrisa.

—Entonces yo sí vengo, cariño. Lo último que me apetece es que la señora Sainz Micheli me someta al tercer grado sobre qué voy a hacer con el bebé.

Alcancé mi botella de agua y di un buen sorbo.

— ¿Qué piensas hacer con el bebé?

Clara se tomó un momento antes de responder.

—Voy a quedarme con él.

Yo ya lo sabía. No era eso lo que quería saber.

— ¿Qué dicen papá y mamá?

—Mamá dice que lo que diga papá, y él no quiere hablar del asunto.

—Cómo no —dije yo con una sonrisa.

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