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"Por todos aquellos que nos rompieron el corazón, y por todos los que están por llegar, porque sabemos que los habrá."

—Ileana Ríos e Irán Pineda

"Evening Crow"
Septiembre del 2003.

He decidido, en este punto en el que mis elecciones son una mierda, que para hacer menos triste mi historia y más ligera mi pena, partiré mi vida en cuatro. Tal vez hasta para ustedes sea más fácil comprender, sólo les pido que no me juzguen del todo, aún no.

La primera parte de esta pesadilla comenzó cuando yo sólo era una niña y el mundo parecía estar de mi lado, cuando la gente me halagaba a donde sea que fuera y decía que mis vestidos estaban perfectos y que mis grandes collares homenajeaban a los zafiros que tenía por ojos. En esos instantes solía afirmar cuando mi mamá estaba fuera regando el jardín o muy ocupada charlando con sus amigas, que yo sería una gran abogada, una administradora brillante, un miembro del salón de la fama, una importante abogada como mi padre; cuando tenía cinco años todo estaba en mis manos y parecía tan, pero tan fácil. Qué tonta niña ingenua.

Tiempo después, cuando me di cuenta que mi padre era un mujeriego empedernido con múltiples amantes de mala pinta, caderas estrechas y huesudos brazos mal tatuados esparcidas por el continente, y que mi madre era una zorra iconoclasta y doblemoralista, bueno, digamos que las cosas fueron diferentes.

Tenía once años cuando me había decidido a llamar la atención de mis padres a cualquier precio. Comencé por cambiar mi atuendo, arrumbé en una caja de cartón los múltiples vestidos de holán blanco hechos a medida que mi madre encargaba personalmente con un carísimo sastre y los reemplacé por medias, faldas cortas y escotes en V —aunque no hubiera nada que presumir con ellos— así que era momento de escribir el segundo capítulo de esa masacre a mí misma.

Con el tiempo la gente ya no me miraba como antes, el brillo de admiración, incluso de envidia, ya no albergaba sus pupilas claras. Comenzaron a rehuírme, a secretear cuando yo les daba la espalda y a veces, cuando el descaro era demasiado, a señalarme directamente como si me apuntaran con una Remington directo al pecho o alejaban a sus pequeñas hijas rubias de mí en las fiestas de sociedad. "¡No la mires!" Escuchaba cómo susurraban las amigas de mi madre a sus pequeños engendros, las mismas caras polveadas que solían endulzarme los oídos con mentiras y palabras plagiadas de Jane Austen años atrás cuando yo era un estereotipo más.

Papá murió una noche cuando regresaba en un vergonzoso estado de ebriedad tras haber debatido por horas y horas en un juicio importante, que ganó y que ayudó a mi madre a subsistir cómodamente unos meses más y a poner en pie un pequeño hotel que con los años se convirtió en 5, 10, 15 o 20 esparcidos por las ciudades más caras del país. Esa misma noche se llevaba a cabo una ostentosa celebración en la séptima puerta de la acomodada villa de Hewlett Neck, la misma noche en que yo cumplía 12 años.

La noticia del accidente no tardó en llegar a nuestra puerta, justo cuando yo estaba a punto de apagar las velas rosas de mi pastel de tres leches. Las risas se transformaron en llanto, los abrazos en hombros caídos y eso amenazó la tercera parte de mi historia. El accidente dio un fin apresurado a mi rebelde pubertad.

Entendí de la peor forma que la vida sigue, que las personas fallan una y otra vez y que yo, por desgracia, también era una de ellas. No quería quedarme en casa a escuchar los sollozos aspavimentosos de los colegas de mi viejo padre en la sala, dudaba mucho que sus condolencias fueran reales, una vez el gran abogado muerto se habría la plaza para obtener su bien remunerado puesto, hasta sus "amigos más leales" apostaron por la silla de cuero en una oficina del Empire State. No lloré aquella noche, ni la siguiente, ni un año después, no quería aceptarlo en voz alta, pues la gente me habría repugnado con más devoción, pero me aliviaba que mi padre hubiera partido: no más gritos en la casa, no más humillaciones hacia mi persona, no más miradas amenazantes.

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