4. Verdades Amargas

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"Evening Rowell"
21 de agosto del 2016.

—Ten, Eve. Tómatelo, te ayudará —no supe si Christine me lo estaba ofreciendo u ordenando.

No sujeté el café de su mano, ni siquiera cuando me lo acercó tanto a la cara que podía sentir el calor emanando del vaso sin tapa tapa, su aroma era demasiado fuerte y solamente con verlo sentía nauseas, porque mamá odiaba el café.

—Es café —me repitió como si no supiera lo que era—. Ten. Tómalo.

Lo decliné con una mirada grosera. Ella suspiró, cansada de sus insistencias infructuosas.

Me encontraba hecha un ovillo en la sala de espera de una asquerosa habitación blanca con un estúpido y repugnante aroma a cloro y lejía que me irritaba la nariz.

Christine no se movió así que negué con la cabeza para rechazar el brebaje por segunda vez. Ella pareció entender y se sentó en la silla azul junto a mí, dejó el café a un lado, pasó una mano por mis hombros y los frotó con rudeza.

—Las cosas pasan porque tienen que pasar, Eve. Todo tiene su tiempo.

—Es una forma muy trillada de decir que no hay nada que hacer —le dije sin mirarla—. Apuesto a que si estuviera en mi lugar estaría cansada de escucharlo.

Me habría gustado decir que me mantuve firme y cuerda durante todo momento, pero les estaría mintiendo si lo hiciera y a lo largo del tiempo aprendí que sentir dolor no está mal, en lo absoluto. Lástima que sólo tenía 12 años cuando me hallaba en la 462 1st Avenida, New York, NY 10016. Esa era la dirección completa, la misma que transcribí en el GPS del auto del papá de Riley, un Opel Karl de color rojo llameante.

Me sentía sucia, aunque había tomado un baño 4 horas antes de enterarnos de la noticia. La pijama de pantalones grises me hacía sentir demasiado calor. Las manos y las axilas me sudaban sin control alguno.

—Tienes que estar fuerte, Eve. Hazlo por tu hermana —susurró Christine con voz queda quitando su brazo y levantándose de mi lado.

Sentí alivio cuando la vi alejarse dirigiéndose a la máquina expendedora de dulces a un lado de la recepción.

El teléfono de la casa de los Flynn había comenzado a sonar cerca de las 3 de la mañana, jamás podría olvidarlo, porque esos timbrazos tan comúnes, cambiaron mi vida entera. El ruido sordo que provocó el teléfono inalámbrico me arrancó de mi sueño con el corazón agitado, pero Riley parecía no haberse percatado del crudo estruendo que atravesó la puerta de su bonito cuarto. Poco después se había escuchado una leve discusión en la sala, con las voces de los padres de mi amiga como estelares. Enseguida habrían entrado a la habitación irrumpiendo nuestro cálido silencio, desde entonces acumulamos más de tres horas, distribuidas en veinte minutos de mi crisis nerviosa que Christine no fue capaz de controlar, una hora con 48 minutos desde la casa de los Flynn, en Standford hasta el Bellevue Hospital y 45 minutos más sentados en la sala de emergencias, sumidos en la incertidumbre y sin respuestas a la vista.

Una enfermera de unos treinta y tantos años, de cabello marrón recogido en un lazo bien engominado y bata de color azul que llevaba una tabla con hojas de formularios, me miró con ojos de cordero lesionado y se acercó a darme un enorme y enjundioso abrazo que me molestó demasiado. Tan sólo sentir la presión de otro cuerpo cerca del mío me hacía perder los estribos. Me dio sus condolencias como todos los que se cruzaban conmigo hasta ese momento.

Mientras la espera se hacía más larga decidí contar: once, once "Lo siento, tanto" seguidos de una cara larga, ojos llorosos y sorvidas de nariz. Pero ¿por qué lloraban si era yo la que debería haber estado destrozada? Me limitaba a sonreír amablemente y no contestaba más que con un: "Todo fue rápido, no sufrieron." Pero eso yo no lo sabía, tampoco quería hacerlo.

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