Capítulo 24

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La ira mezclada con la decepción, me estaba jugando una muy mala pasada. La angustia me oprimía el pecho y el enojo me impedía respirar con calma. Al mismo tiempo en que mis manos palidecían debido a la fuerte presión de mis puños cerrados, un pesado nudo se formaba en mi garganta.

¿Era necesario que me hicieran esto? ¿Tan mal novio había sido? ¿Realmente Dylan me detestaba tanto? Junto a esas preguntas, otras cuantas me apuñalaban el corazón. No solo me sentía humillado, sino que idiota también.

El ruido de la puerta del cuarto de mi hermano cerrándose, me hizo reaccionar. Tratando de mantenerme tranquilo la mayor cantidad de tiempo posible, respiré profundamente, batallando contra mí mismo por serenarme. Sin embargo, por mucho que intenté, no lo logré, por el contrario, la bronca aumentaba rápidamente. Con la sangre hirviendo, abrí el portal que me separaba del pasillo y al borde de la locura, transité el delgado corredor. Me detuve frente al umbral de madera, tallado con el nombre de mi puto pariente.

Con todos los músculos de mi cuerpo totalmente tensos y mis dientes apretados, transparentaba mi estado de ánimo. Tomé el plateado picaporte decidido a matarlo con mis propias manos, pero a un segundo de entrar, algo me detuvo.

Sus gemidos.

Lo que alguna vez me pareció el más exquisito sonido y la más excitante melodía, ahora me había quebrado el alma y hecho añicos el corazón. Los jadeos que en una época me enamoraron y enloquecieron, hoy me estaban destruyendo.

No era idiota, sabía que se acostaban, era algo más que obvio, pero el escucharla tener sexo con otro me mataba y peor cuando ese otro era mi propio hermano. No estaba seguro de si todavía la amaba, no obstante, la quería y arrancarla de mí no era fácil, no después de todo lo que vivimos y el largo tiempo que pasamos juntos.

Por otro lado, a Dylan no llegaba siquiera apreciarlo y eso me dolía, mucho. Compartíamos nuestro torrente sanguíneo ¿Cómo podíamos llevarnos tan mal? El infeliz me odió desde que nací y todo porque nuestro padre se enamoró de mi madre. El estúpido de mi hermano es un puto dramático y cuando por fin lo entendí, dejé de intentar acercármele. No solo eran inútiles mis incansables intentos por forjar una relación con él, sino que también eran patéticos y por demás humillantes.

Con los ojos hinchados al límite del llanto, pegué mi espalda a la pared y me deslicé hasta quedar sentado sobre la azulada moqueta bajo mis pies desnudos. Pegándome las piernas al pecho y apoyando ambos codos sobre mis rodillas, me sostuve la parte inferior del rostro con mi mano derecha.

El punzante lamento dentro de mi cavidad toráxica estaba a nada de lograr su cometido. Manteniendo la posición, estiré el cuello y recargué mi cabeza sobre el muro barnizado de un cálido color anaranjado. Cerrando los ojos, seguí escuchando y no mucho después, las lágrimas demolieron mis barreras y comenzaron a desalojar mis orbes sin piedad.

Sinceramente, no tengo idea cuanto tiempo fui un oculto espectador del acto que se practicaba en el cerrado cuarto a mi lado. Sin embargo, cuando los gemidos dejaron de escucharse y el silencio reinó, ayudándome con la pared, me puse de pie.

Ejerciendo la presión necesaria sobre el picaporte, abrí la puerta e inmóvil desde la cornisa del umbral, los vi. Las blancas ropas de cama cubrían la mitad de sus anatomías mientras ellos, ignorantes de mi presencia, se besaban y sonreían.

—Eso fue genial— Susurró ella —Te amo, mi amor— Concluyó, apuñalando mi destrozado órgano.

Resoplando y sonriendo sin el más mínimo humor, me acaricié los dientes con la lengua mientras negaba sutilmente con la cabeza.

Definitivamente, no podía estar pasándome esto, no podía tener tanta mala suerte.

—¿No me amabas a mí?— Interrumpí.

Siempre has sido túDonde viven las historias. Descúbrelo ahora