Un error imperdonable

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Aquel sonido metálico aún resonaba en mis huesos cuando me incliné en los límites del campamento para vomitar. No sabía cómo había llegado hasta aquí, solo que mi estómago había vencido en la batalla contra mi mente. El almuerzo encontró la salida, salpicó el suelo y la punta de mis botas. Escuché unos pasos a mi lado y una ráfaga de viento trajo a mí aquel aroma a miel y rosas que conocía tan bien. Me ruboricé enseguida, no quería que me viera así.

—No debiste correr —dijo Senka.

—¿Y vomitar frente a todas? —espeté escupiendo para deshacerme del mal sabor. 

—Ambas son terribles opciones —aceptó la princesa ofreciéndome su cantimplora. Aproveché el agua para eliminar el gusto a vómito y lavar la punta de mis botas—. Será mejor que te acostumbres a esto, Kay.

—Claro, me acostumbraré a ver rodar cabezas. Las cabezas de mujeres que se ven demasiado abrumadas por la libertad y las opciones que les presentan.

—No solo mujeres —aclaró Senka a la par que tomaba mi barbilla para alzar mi rostro—. Es el método de ejecución más común, el que más utilizamos.

—Ahora me dirás que es el más humano.

—En Luthier tienen numerosos métodos. Pueden hervirte viva, crucificarte, apedrearte, quemarte, atarte a una rueda y solo si eres adinerada, consideran decapitarte.

—Claro, no importa, siguen siendo mejores que esos monstruos, todo vale siempre que sean mejores —dije con ironía.

—Así son las cosas, no puedes hacer mucho. Así nos protegemos.

Suspiré, podría no estar de acuerdo con Senka, pero se trataba de otra mentalidad. Una forma de pensar diferente, una cultura diferente que sola no podría cambiar. No cuando el enemigo del que deseaban diferenciarse era tan cruel y sanguinario.

No pude cenar aquella noche y me fue difícil conciliar el sueño pese a recordarme a cada instante que al día siguiente partiríamos. El viaje de vuelta no tendría descansos en las ciudades con el fin de alcanzar la ciudad central en solo dos semanas y media.

No vimos a Eneth al partir, según Senka, estaba fuera de la muralla. Realizar revisiones fuera de los límites del reino era algo rutinario para los ejércitos de exploración y de la frontera.

El viaje de regreso fue mucho menos animado. Todas estábamos cansadas, solo deseábamos llegar a casa y dormir durante días. Las noches eran cada vez más frías por lo que casi no dormíamos y solo deseábamos que llegara el día. Quienes caminaban se quejaban del dolor en los pies, yo era afortunada, solo debía quejarme del dolor en el trasero. A veces desmontaba y caminaba junto a Rubí, necesitaba estirar las piernas y concentrarme en algo más que aquel largo camino.

Entre la pesadumbre y el agotamiento nos limitábamos a mantenernos despiertas y desear que llegara la noche. Ni siquiera teníamos energía para protestar ante la carne seca y el pan duro de la comida y el desayuno.

La cansina rutina se detuvo al observar en el horizonte la primera muralla. En segundos se nos llenó el corazón de calidez.

Aquella noche por fin dormiríamos en una cama cálida y cómoda. Apuramos el paso y Elena no nos lo reprochó, la comandante también deseaba regresar a su hogar. Gruesas ojeras decoraban sus ojos y aunque mantenía un porte militar, se podía notar en lo caído de sus hombros, el peso de su armadura y su responsabilidad.

Atravesamos las imponentes puertas y nos adentramos en el bosque, el sol estaba al caer. No deseábamos acampar, así que decidimos seguir adelante. Además, aquella noche la luna estaba clara y podíamos seguir el camino sin problemas.

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