Una visita inesperada

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Despertamos antes del alba y decidimos aprovechar el tiempo y darnos un baño rápido antes de que todo comenzara. La incomodidad de la mañana siguiente al sexo había sido reemplazada por la solemnidad de las horas previas a una batalla. Un par de besos y una caricia al rostro fueron más que suficientes para comunicarnos. No era para nada distante, estaba lleno de sentimientos mudos.

Tras un baño silencioso y meditabundo nos dirigimos al edificio de habitaciones. Algunas chicas apenas estaban despertando y otras estaban durmiendo pacíficamente, pude contar algunas parejas ocultas entre las sábanas.

—Esa es la cara de una buena noche —rio Dila tomando su uniforme y su toalla para el baño. Incluso su carácter alegre se notaba diferente—. Trataron de arrancarte el cuello anoche —dijo señalando mi cuello.

Levanté la mano y rocé suavemente la zona que me indicó. Noté la piel sensible y recordé la apasionada mordida de Cinthia la noche anterior. Eso solo me distrajo unos segundos de mi estado de ánimo oscuro.

—Todo estará bien —dijo Carla al llegar a mi lado—. Estaremos bien —repitió más para sí misma.

Nos quedamos relativamente solas. Algunas chicas solo se vestían en silencio y otras contemplaban el techo o la parte inferior de la litera superior.

Organicé mi armadura sobre mi cama y Cinthia colocó la suya al lado. Procedí a colocarme el uniforme. Por vez primera contemplé la camisa de lino blanco ya gastada por el uso, la sangre provocaría un gran contraste. Me la coloqué y por encima vestí la cota de malla. Podía sentir cómo mi corazón luchaba por salir de aquella rejilla de metal. Mis manos temblaban cuando me incliné a buscar el peto.

—Permíteme —dijo Cinthia colocando su mano sobre la mía. Giré a verla y la encontré a medio vestir, llevaba su peto suelto sobre la cota de malla.

—No puedo —tartamudeé, tenía un terrible nudo en la garganta.

—Sí puedes y lo harás. —Con firmeza ajustó el peto sobre mi pecho y torso.

Cada vez que ajustaba una correa me sentía aún más atrapada en aquella prisión de cuero y metal.

—Esto va a protegerte, lo ha hecho en los entrenamientos y lo hará en batalla. Confía en tu armadura y lo que sabes. —Dio un golpe firme sobre mi peto que casi me hace trastabillar—. No dudes —dijo con seriedad. Continuó ayudándome con el resto de mi armadura sin parar de dar consejos. —Una vez inicia una batalla inicia el caos. Debes mantenerte enfocada. Todo se reduce a bloquear y a atacar en los momentos justos. No hagas tonterías y sobrevivirás.

Muy lejos se encontraba ya la tierna chica con la que había hecho el amor la noche anterior. La había reemplazado la guerrera de sangre fría, la mujer entrenada para matar desde su más tierna infancia. Sus consejos eran buenos, pero mi alma se fracturaba al escucharla tan fría y desapasionada.

—Son más fuertes, pero eres más rápida. Desvía sus ataques y apuñala —aconsejó mientras ajustaba mi talabarte y envainaba mi espada.

—Cinthia —llamé en voz baja. La aludida terminó de ajustar mis botas y se irguió hasta quedar frente a mí. Debió observar el dolor de mi mirada porque sus ojos cambiaron su expresión firme y decidida por una más amena.

—Lo siento. No quiero que nada te pase —admitió mientras apartaba un mechón de cabello de mi rostro.

Ahora que lo decía aquel temor se instalaba en mi pecho también. ¿Y si algo le ocurría? ¿Había estado tan concentrada en mi propio miedo que no había pensando en ella?

—Está bien tener miedo. El miedo te mantendrá con vida —murmuró contra mis labios.

—Debes cuidarte —dije también en un murmullo.

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